Fragmentos de “Uno y el Universo”

Hoy leí a Ernesto Sabato.

EDAD.

¿Qué se puede hacer en ochenta años? Probablemente, empezar a darse cuenta de cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.

Un programa honesto requiere ochocientos años. Los primeros cien serían dedicados a los juegos propios de la edad, dirigidos por ayos de quinientos años; a los cuatrocientos años, terminada la educación superior, se podría hacer algo de provecho; el casamiento no debería hacerse antes de los quinientos; los últimos cien años de vida podrían dedicarse a la sabiduría.

Y al cabo de los ochocientos años quizá se empezase a saber cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.

Un programa honesto requiere ocho mil años. Etcétera.

FAMA.

La fama la realizan sucesos contingentes o equivocados: Liszt se ha hecho famoso por su Rapsodia N° 2; Einstein, por la frase “todo es relativo”, que jamás pronunció y que enérgicamente refuta; Baudelaire, por un título que parece prestado de Vargas Vila; Newton, por la caída de una manzana que parece no haber caído nunca. La gloria se equivoca casi siempre y rara vez se adquiere por motivos que podrían justificarla. En estos hombres, por ejemplo, la fama es merecida, pero sus causas son equivocadas. Excelentes personas se hacen la ilusión de tener un buen gusto literario porque leen a Proust, a Shakespeare, a Cervantes; pero a menudo sucede que lo que gustan de ellos no es otra cosa que sus defectos.

A veces la fama se debe a una frase histórica. De todas las cosas apócrifas, las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como muchas cosas históricas.

FANTÁSTICO.

Es la palabra con que designamos lo insólito. Por eso se aplica continuamente en los viajes y en la historia del pensamiento. No es que designe cosas de contenido mágico: simplemente designa otras cosas.

HOMBRE Y MUJER.

Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa. 

INDETERMINACIÓN.

La noticia de que los físicos habían descubierto un misterioso principio de indeterminación fue recibida alegremente por ciertas escuelas teológicas y filosóficas, creyéndose que la propia ciencia proclamaba su bancarrota y que el libre-albedrismo tomaba nueva fuerza.

Ignoro por qué razón el hecho de que el hombre pueda tener libre albedrío y ser responsable de todas las tonterías que comete constituye un motivo de satisfacción para muchos filósofos. Pero dejando de lado esta cuestión, creo que la alegría es precipitada, ya que ni los propios hombres de ciencia han logrado ponerse de acuerdo, todavía, sobre el contenido y el nombre del principio: los que proponen denominarlo Principio de Indeterminación creen que es la exteriorización de una indeterminación esencial de la naturaleza; los otros opinan que debe interpretarse como una fórmula taxativa, quizá como una medida de impotencia humana o actual de alcanzar el mundo físico, y por eso proponen que se denomine Principio de Incerteza.

Los malentendidos a que ha dado origen se deben a que deriva de la hipótesis cuántica, que tiene la desgracia de ser oscura cuando es rigurosa y de ser totalmente falsa cuando todo el mundo la comprende.

INTELIGENCIA.

Entender es relacionar, encontrar la unidad bajo la diversidad. Un acto de inteligencia es darse cuenta de que la caída de una manzana y el movimiento de la Luna, que no cae, están regidos por la misma ley.

Como una especie de detective secular en una Gran Novela Policial, la inteligencia persigue interminablemente a la verdad, buscándola hasta en los lugares menos sospechosos; está abierta a todas las posibilidades y por eso debe combatir a cada instante contra la rutina, el lugar común, el dogma y la superstición, que pretenden en cada caso haber aclarado el enigma, ignorando o queriendo ignorar que la verdad tiene infinitos cómplices e infinitos lugares diferentes.

Porque combate contra todos los dogmas y supersticiones, la inteligencia es capaz de comprender lo que hay de verdad en cada uno de ellos; un hombre inteligente no se caracteriza porque no comete errores sino que está dispuesto a rectificar los cometidos; los hombres que no cometen errores y que tienen todo definitivamente resuelto son los dogmáticos: se caracterizan por tener una Iglesia, una Ortodoxia, un Papa infalible, una Inquisición; no hay que creer que estas organizaciones sólo aparecen para defender a Dios: algunas aparecen para demostrar su inexistencia.

La creación de estas Iglesias es lo que hace tan difícil la búsqueda de la verdad. Porque entonces no basta la inteligencia: se requiere la intrepidez. Se requiere mucho valor para defender a la vez la parte de verdad en Berkeley contra los marxistas y la parte de verdad en los marxistas contra Berkeley. Este valor intelectual es lo que los fanáticos de la secta llaman confusionismo.

Lo difícil de esta tarea está en que la inteligencia debe proceder en forma helada e imparcial en este interminable pleito siendo que a la vez aparece encarnada en forma humana y, por lo tanto, mezclada con la debilidad, la simpatía, la violencia, el fanatismo y la furia, que son nuestros atributos más frecuentes.

LENGUAJE.

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.

Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más. Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia. Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.

PODERÍO DEL LENGUAJE.

La riqueza del lenguaje puede ser medida por el número de las palabras, pero no su poderío. Hay escritores que se arreglan con un vocabulario restringido, que sacan matices y partido del que tienen por la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no sabe que a veces sostiene una posición.

REALISMO.

Los pintores hacen su autorretrato de dos maneras: una, la menos representativa, tratando de representar su cara; otra, la más valiosa, pintando un árbol, o unos caballos, o la destrucción de Sodoma y Gomorra. Un árbol de Van Gogh no es un árbol de Millet, aunque los dos tengan el mismo modelo. Pintar o relatar algo “tal como es” es el propósito de lo que suele llamarse realismo, pero en la práctica es la forma más eficiente de incurrir en las candideces del realismo ingenuo.

La causa de tantas interminables discusiones sobre el realismo en el arte hay que buscarla en la tendencia de la mente a dividir y cristalizar lo que está unido y en movimiento. Los realistas ingenuos parten de la base de que fuera del hombre hay un mundo que puede ser conocido o descrito o pintado independientemente de nuestras características sensoriales e intelectuales. Pero la realidad no está solamente fuera sino también dentro del hombre, constituida por una unidad sujeto-objeto que no puede ser escindida. El conocimiento es la manifestación de esta interacción entre el mundo exterior y el hombre. Y en cuanto al arte, la ingenuidad de dar cuenta de la realidad externa sin contaminación humana es todavía más evidente; el mundo de la pintura es el mundo de los colores, y los colores no existen en la naturaleza; fuera de nosotros hay quizás ciertos corpúsculos que viajan a una velocidad fantástica, acompañados por “ondas pilotos” de naturaleza matemática. Como dice Whitehead, la naturaleza es una triste cosa, sin colores, ni sonidos ni fragancias; todos estos atributos son puramente humanos, forman parte de nuestra manera de sentir el mundo exterior. Radical e inexpugnablemente, nuestra visión de ese mundo exterior es subjetiva; cada uno de nosotros, en un continuo acto de creación está llenando el ámbito de colores y música, groseros o delicados, complejos o simples, según nuestra propia sensibilidad.

SENTIDO COMÚN.

El mundo de la experiencia doméstica es tan reducido frente al universo, los datos de los sentidos son tan engañosos, los reflejos condicionados son tan poco profetices, que el mejor método para averiguar nuevas verdades es asegurar lo contrario de lo que aconseja el sentido común. Esta es la razón por la que muchos avances en el pensamiento humano han sido hechos por individuos al borde de la locura. Mediante una lógica estricta Parménides llega a probar que la realidad es inmóvil, eterna e indivisible; si alguien viene y le observa que el mundo, por el contrario, está compuesto por infinidad de cosas y que esas cosas no están en reposo sino que se mueven, y que no son eternas, pues se desgastan o rompen o mueren, el filósofo dirá:

—Tiene usted razón. Eso prueba que el mundo tal como lo vemos es una pura ilusión.

Dudo de que un griego medio no calificase a Parménides de insano, después de esta conclusión. También parece locura afirmar, como Zenón de Elea, que la flecha no se mueve, o que la tortuga no será jamás alcanzada por Aquiles; o, como Hume, que el yo no existe; o, como Berkeley, que el universo entero es una fantasmagoría. Sin embargo, son teorías lógicamente irrebatibles y señalan una posibilidad. El hecho de que contradigan brutalmente al sentido común no es una prueba de que sean incorrectas. Como dice Russell, “la verdad acerca de los objetos físicos debe ser extraña. Pudiera ser inasequible, pero si algún filósofo cree haberla alcanzado, el hecho de que lo que ofrece como verdad sea algo raro, no puede proporcionar una base sólida para objetar su opinión”.

Creo que un tribunal que actuase en nombre del Sentido Común, condenaría al manicomio a Zenón, Parménides, Berkeley, Hume, Einstein.

Es digno de admiración, sin embargo, que el sentido común siga teniendo tanto prestigio didáctico y civil a pesar de todas las calamidades que ha recomendado: la planitud de la Tierra, el geocentrismo, el realismo ingenuo, la locura de Pasteur. Si el sentido común hubiese prevalecido, no tendríamos radiotelefonía, ni sueros, ni espacio-tiempo, ni Dostoievsky. Tampoco se habría descubierto América y este comentario, como consecuencia, no se habría publicado (hecho que, desde luego, no pretendo poner a la par del indescubrimiento de América).

El sentido común ha sido el gran enemigo de la ciencia y de la filosofía, y lo es constantemente. Argumentar la inverosimilitud en contra de ciertas ideas es muestra de una enternecedora candidez. Les pasa a esta gente lo que a aquellos campesinos de Mark Twain que asistían a una función de circo: cuando vieron las jirafas se levantaron y exigieron la devolución del dinero, pues se creyeron víctimas de una estafa.

El Hombre Medio se jacta de cierto género de astucia, que consiste en descreer de lo fantástico. Sin embargo, hablando en términos generales, se puede afirmar que vivimos en un mundo enteramente fantástico.

Este hecho evidente es oscurecido por su evidencia, como dice Montaigne de “ce qu’on dict des voysins des cataractes du Nil”, que no oyen el ruido.

El sentido común es el rechazo de fantasmas desconocidos pero es la creencia en fantasmas familiares: rechaza los cinocéfalos y monóculos, como si fuese menos monstruosa la existencia de personas sin su correspondiente cabeza de perro, o con dos ojos en vez de uno. Es en parte cierto que el sentido común es enemigo del milagro, pero del milagro inusitado, si se permite.

Es el sentido de la comunidad apto para una confortable existencia dentro de límites modestos, de espacio y tiempo: en Laponia recomienda ofrecer la mujer al caminante y aquí asesinarlo si la toma. Un galeote se admiraría de la pretensión de curar un dolor de muelas con una aspirina siendo sabido que se cura aplicando una rana en la mejilla; por un mecanismo similar el médico se asombraría de que alguien pretenda curar el dolor de muelas con una rana. La diferencia estriba (según el médico) en que la idea del galeote es una superstición y la de él no. No veo una diferencia esencial. Al final de cuentas, buena parte de la terapéutica contemporánea consiste en supersticiones que han recibido nombre griego. Y en rigor poca gente hay tan supersticiosa como los médicos: cuando cunde alguna nueva superstición, como la extirpación de las amígdalas, llegan a pensar que cualquier enfermedad puede ser curada mediante ese extraño procedimiento, no sólo los dolores de muelas. En general, puede decirse que el rechazo enérgico de una superstición solamente puede ser hecho por gente supersticiosa, pues son los únicos que creen firmemente en algo: los verdaderos hombres de ciencia son demasiado cautelosos para rechazar definitivamente nada.

Que el sentido común es la magia y la fantasía más desatada, es fácil de probar: mediante ese diabólico consejero un campesino jura que la tierra es plana y que el Sol es un disco de veinte centímetros de diámetro. En su furia mágica, puede llegar a abolir grandes sectores de la realidad, no sólo a deformarlos.

Es probable que muchos de los problemas actuales de la filosofía y de la ciencia tengan solución cuando el hombre se decida de una vez a prescindir del sentido común. Apenas salimos de nuestro pequeño universo cotidiano, dejan de valer nuestras ideas y prejuicios. Esta es la causa de que el absurdo nos acometa por todos lados. Más, todavía: es deseable que sea así, pues es garantía de que se anda por buen camino. Si un astrónomo presenta una teoría del Universo que sea aceptable para el hombre corriente, seguramente que está equivocado. Si otro afirma que en ciertas regiones remotas el tiempo se paraliza, ese señor debe ser escuchado con respeto, pues puede tener razón.

Las teorías científicas y filosóficas están todavía demasiado adheridas al sistema conceptual de entrecasa. Su defecto tal vez es el de ser aún poco descabelladas.

VALORES.

En la historia del pensamiento nos encontramos a menudo con la ingenuidad de atribuir a Dios nuestros prejuicios éticos o estéticos. Cuando encontramos alguna ley natural que nos halaga o satisface, nos sentimos inclinados a pensar que es una prueba de la existencia de Dios; vanidosamente, el hombre piensa que sólo una divinidad puede conformar sus gustos. Cuando Maupertuis descubrió el principio de la Mínima Acción, sostuvo que era la mejor prueba de la existencia de un Espíritu Ordenador. No veo por qué —sin embargo— algo que satisface la pobre y limitada mente del hombre ha de ser forzosamente obra de dioses. Vanidad semejante a la que experimentamos cuando un autor nos parece inteligente porque piensa como nosotros.

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