Me publicaron este artículo sobre “Los Premios” de Julio Cortázar.
“Los premios y el tiempo”
2014 se ha convertido en el año de las conmemoraciones en diferentes ámbitos de la actividad humana. Cuando se conmemora el aniversario de un gran acontecimiento o personaje, el foco de la reflexión se coloca sobre las innumerables metáforas y analogías que juegan con el paréntesis temporal entre el hoy y la fecha que arbitrariamente se ha elegido como histórica o digna de recordarse. Al entrar en esta dinámica, sin importar el tiempo que se dedique a los festejos, se pasa a formar parte de un selecto grupo de seres humanos que inconscientemente ponen en práctica el “uroborismo”, que en la actualidad no deja de ser un mal que no permite que nuevas generaciones sean capaces de formar una lectura de la realidad propia que dé un distintivo único a las letras que narrarán su paso por esta época.
Los festejos siempre siguen una razón conductual, la cual obedece al placer nacido en la nostalgia, vinculada a las sensaciones que a determinada edad “despertaron” la identidad del lector, al ver reflejada su circunstancia en los escenarios dispuestos por el escritor; esto, sin encontrar una influencia notoria del primero sobre el segundo. El placer que el hombre común siente por su interpretación mundana del tiempo le lleva a hacer homenaje de los objetos, rendir culto a los números y finalmente verse a sí mismo como un fetichista. Ejemplo de esto podría ser el ejercicio numerológico o de relaciones pseudo-cabalísticas que algunos estudiosos y fanáticos de las Letras hispanas han realizado en el marco del cumplimiento del primer centenario de nacimiento de quienes ya son calificados como sempiternos de la jovial historia de la literatura latinoamericana.
Concluido el preámbulo, invito al lector a recordar lo siguiente: el número 100 es un número que responde a las siguientes propiedades: es un número compuesto, que tiene los siguientes factores propios: 1, 2, 4, 5, 10, 20, 25 y 50. Como la suma de sus factores es 117 > 100, se trata de un número abundante; es la fundación del sistema de porcentajes; es la suma de los primeros nueve números primos (2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23); es un número octadecagonal; es un número de Leyland ya que 6² + 26 = 100; 100 es el cuadrado de 10.
También, se deben recordar las ideas desarrolladas sobre el tiempo por Immanuel Kant: el tiempo es una forma del sentido interno y condición formal de todos los fenómenos; el tiempo no es un concepto empírico extraído de alguna experiencia; el tiempo es una representación necesaria que sirve de base a todas las intuiciones; el tiempo no es concepto discursivo o, como se dice, universal, sino una forma pura de la intuición sensible; la originaria representación tiempo debe estar, pues, dada como ilimitada.
Lo anterior sólo se plasma para el efecto de que el lector haga una asociación de conceptos que permita reavivar la técnica literaria que abre las posibilidad de un juego casuístico a cargo de cualesquier autores y el cual fue agotado de manera extraordinaria por el creador de la obra que se me ofreció analizar, en el marco del centenario de su nacimiento: Julio Florencio Cortázar Descotte.
En las disciplinas humanísticas, las referencias “antes” y “después” son las únicas guías para distinguir un ser humano de otro; se habla de un antes y después de Aristóteles; de un antes y un después de Hume; de un antes y un después de Kant, de un antes y un después Hegel; de un antes y un después de Schopenhauer; de un antes y un después de Heidegger, de un antes y un después de Russell; de un antes y un después de Auschwitz (Adorno); de un antes y un después de Wittgenstein; de un antes y un después de Sartre; en el caso de la prematura historia de las letras hispanoamericanas; de un antes y un después de Borges; y finalmente, de un antes y un después de Rayuela, o mejor dicho, de Cortázar (bajo el riesgo de dar pie a objeciones por escribir en un mismo renglón los apellidos Borges y Cortázar). Los nombres que han desfilado tienen en común el anonimato del que gozaron durante las primeras décadas de sus vidas; tienen en común también la fama extraña de la que gozaron en vida, pues, mientras vivieron fueron más conocidos por anécdotas aisladas tales como las descripciones populares sobre sus extraños hábitos así como de la destacada labor que tuvieron la mayoría en sus vidas profesionales como docentes; extrañamente, la dimensión de su herencia literaria se asentó para fortuna de unos pocos aún cuando vivían; pero la mayoría de ellos, como todos los genios de la ínfima historia escrita del hombre, encontraron en el silencio de la reflexión el medio para perpetuar la luz de sus ideas. Esto ayuda a esbozar la tautología de que la fama es efecto de lo póstumo. De algunos de ellos sólo nos quedan referencias escritas y descripciones de la época, ya sea de especialistas o amigos cercanos, lo cual hace muy difícil realizar un estudio más profundo sobre los móviles y bases ideológicas que les llevaron a escribir sus monumentales obras.
Sobre los “dioses” argentinos, afortunadamente, gracias a los avances tecnológicos de la contemporaneidad del siglo XX, el latinoamericano medianamente culto pudo convertirse en un ente cercano a las figuras de Borges y Cortázar gracias a la masificación de los medios de comunicación, así como de la explosión de la difusión de la cultura en los países de América Latina como bastión de oposición ante las tumultuosos cambios que sufrió la generación denominada por sociólogos como “X” (generación compuesta hoy por quincuagenarios) y a la cual se le cuestiona su aporte a la historia del pensamiento universal, así como la exigencia de ser heredera de los perfeccionados sistemas de avance científico y protagonista de la vida política de sus respectivas comunidades. Los individuos de esta generación son la fuente más cercana a una primera interpretación y reflexión sobre lo que posteriormente se encarnó en la figura de Julio Cortázar y su literatura como el arquetipo de aquello que no tiene fin alguno, de aquello cuyo acceso nos está vedado por nuestra mortalidad (y que nunca ha existido), de la interpretación del tiempo en la mundanidad y cotidianidad del hombre mediocre, de la serie infinita de acontecimientos provenientes de lo absurdo, de los juguetes literarios que provocaron un olvido fugaz de la realidad, de las vidas que creemos haber vivido y de la transmigración de la narrativa ficcional al relato de recuerdos y charlas anecdóticas que hemos conscientemente decidido asumir como parte de nuestra esfera existencial.
No he escrito ni vinculado aleatoriamente a filósofos con escritores por un falso lazo lógico o tesis de nexos temporales producto de la inmediatez; como lo dije antes, los personajes de los párrafos anteriores tienen en común (de acuerdo al autor de este articulo) el haber corrido con una suerte paralela al momento de publicar sus “operae primae”, la mayoría de ellos pasaron inadvertidos, es decir, sus primeras obras no se materializaron como la catarsis intelectual de un pueblo. Sí, la fama, no es objetivo ni materia de inspiración para ningún profesional de las Letras; lo que intento clarificar es el azar que reina en el acceso que tiene la colectividad para con los trabajos de sus miembros más destacados; el pensamiento colectivo avanza a paso de cangrejo. Si viviéramos en las épocas en las que publicaron sus primeros libros estos personajes, los conoceríamos a partir de su identidad publica, por ejemplo, escucharíamos sobre un reconocido historiador (Hume), un profesor taciturno (Kant), un joven poeta bonaerense (Borges), un gran traductor y profesor de francés (Cortázar), por mencionar sólo algunos casos.
Bajo esta óptica es que debemos remontarnos al año de 1960, año en el cual el joven profesor normalista y traductor, Julio Cortázar Descotte, recibe la oportunidad de publicar una novela con el título de “Los Premios”, en la cual, a sus 46 años de edad experimenta con lo que se convertirá en el sello característico de su literatura. Un juego desde su inicio hasta el fin de esa historia, Cortázar crea uno de muchos microversos: bajo el argumento de un viaje en barco sin destino conocido, un grupo de argentinos se ven envueltos en un misterio en altamar, el cual concluye en tragedia y transformaciones personales. Como constante en toda su obra literaria, Julio Cortázar en dicha novela perfecciona esa técnica literario-psicológica en la que el tiempo del lector se funde con la línea temporal de cada uno de sus personajes, absorbiendo al lector, de tal manera, que la actividad de parangonar referencias ficticias y vivenciales se da de pagina a pagina hasta las últimas líneas donde Cortázar nos explica de manera muy sencilla lo que lo motivó a escribir la novela. Leemos parte de las vidas de Persio, Lucio, Paula, Raúl, Medrano, “El Pelusa”, Los Tejeda, del Doctor Restelli y el fatídico Medrano; la línea que menos llama la atención es la de la historia que gira alrededor de un misterio en la proa del barco y que culmina con el supuesto control de Tifus de parte de la Dirección de Fomento. Hasta que uno termina la obra se da cuenta del peso que tiene el epígrafe de Dostoievski usado por Cortázar:
¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos: si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad.
DOSTOIEVSKI, El idiota, IV, 1.
Es esa vulgaridad durante el periodo de retraimiento que vivió durante su viaje en los barcos Claude Bernard y Conte Grande, cito:
Esta novela fue comenzada con la esperanza de alzar una especie de biombo que me aislara lo más posible de la afabilidad que aquejaba a los pasajeros de tercera clase del Claude Bernard (ida) y del Conte Grande (vuelta). Como probablemente el lector la escogerá con intenciones análogas, puesto que los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, me parece justo señalarle tan fraternal coincidencia en el arte de la fuga.
Lo que reflexiono e interpreto como el valor estético de esta primera obra de Cortázar, esos personajes y vidas tan genéricas encarnan muchas que cualquier lector podría recordar a través de sus amigos o parientes, las circunstancias y ambientes descritos son experimentos sólidos que al día de hoy todos los enamorados de las Letras agradecen y cuya directriz han sido fundamentales para el desarrollo del escritor latinoamericano. Hay muchas líneas dignas de releerse en este trabajo, entre las que me generaron placer, me agradó la siguiente deslizada por el autor antes de iniciar el viaje en barco:
La historia del mundo brilla en cualquier botón de bronce del uniforme de cualquiera de los vigilantes que disuelven la aglomeración. En el mismo instante en que el interés se concentra en ese botón (el segundo contando desde del cuello) las relaciones que lo abarcan y lo traen a ser esa cosa que es, son como aspiradas hacia el horror de una vastedad frente a la que ni siquiera caer de boca contra el suelo tiene sentido. El vórtice que desde el botón amenaza absorber al que lo mirá, si osa algo más que mirarlo, es la entrevisión abrumadora del juego mortal de espejos que sube de los efectos a las causas. Cuando los malos lectores de novelas insinúan la conveniencia de la verosimilitud, asumen sin remedio la actitud del idiota que después de veinte días de viaje a bordo de la motonave “Claude Bernard”, pregunta, señalando la proa: “C-est-par- lá-qu’on-va-en-avant?”
Podría continuar seccionando la obra con miras a realizar un análisis puramente literario, pero no es el caso de esta participación. Siguiendo la noción del “primer trabajo”, esta carta de presentación revivida en la época del culto al autor, debe servir como herramienta para estudiantes y docentes para contestar las preguntas “¿Qué me es permitido esperar?” (de Julio Cortázar), cuestionarnos “¿Es el mejor trabajo de Cortázar?”, “¿Se debe releer “Los Premios?”. Las respuestas no las tengo yo, las tienen ustedes, lectores, escritores, docentes y expertos cortazarianos. Hay casos donde las “cartas de presentación” han llegado arrasando como en Del Paso (“José Trigo”) o en el caso michoacano García Tapia (“La Virgen y la Serpiente”), en el caso de Cortázar no fue más que un preámbulo de lo que se consolidó en Rayuela; el punto es, joven lector/escritor, que comparando tu circunstancia con la del profesor normalista de erres afrancesadas, te reflejes en él para que nutras tu carrera literaria y veas que no hay leyes ni casuística en el decurso de la vida de un literato. Recuerda, lector, “que la idea de un Dios (en este caso uno humano que escribió extraordinariamente bien) responde a un secreto deseo de ser frente a los otros: deseo de una totalización absoluta de sí mismo y de todos los demás, así no habrá necesidad de luchar contra ellos”, parafraseando a Sartre y dibujando lo que los juegos de Cortázar nos legaron.
Agradezco tu paciencia, querido lector. Enhorabuena, por el centenario de Julio Cortázar, y sigamos maravillándonos del misterio en el que la imaginación de un hombre sea con el tiempo recuerdos personales de muchos otros, no habrán seres más lucidos que nuestros mejores momentos, momentos que muchos seguirán logrando escribir.
Martes, 15 de abril de 2014.