“Los Tigres de Arena”
Dedicado a los descendientes del matrimonio Silva Sánchez.
“-No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.”
Los Tigres Azules, La Memoria de Shakespeare, Jorge Luis Borges.
Comencé a leer a temprana edad, supongo, como la mayoría de los niños que reciben la educación básica en nuestro país; interpreté nuestro alfabeto, repetí frases, entrené mis trazos y finalmente logré perpetuar mis reflexiones. Creo desde esa edad entendí que uno construye su identidad a partir del convencimiento y certeza que leer la realidad genera. Dicha sensación mística para algunos no puede contenerse, y por ello, existen algunos humanos que logran desarrollar la sensibilidad suficiente para transformarla en objetos tangibles. De esos objetos que pueden derivar de interpretar el mundo exterior, es la escritura y los objetos que la han sostenido los que han permitido al ser humano conectar las diferentes etapas de su historia y crear así una conciencia colectiva.
Los textos que integran esta edición recogen los sentimientos y significaciones en torno a la acción de captar visualmente un conjunto de símbolos –el alfabeto romano- y transformarlos en impulsos eléctricos que ulteriormente se convierten en memorias. Este procedimiento “oraliza” las ficciones y convierte a los lectores voraces en interlocutores cuyas “vivencias” son peculiares invenciones provenientes de unas cuantas plumas brillantes. Narro esto, para el efecto de intentar describir y convencer a quien me está leyendo, de que algunas fantasías sí logran transformarse en objetos de nuestra realidad. Esto sucede en el momento que determinada obra trasciende la prisión de su soporte –papel y tinta– y encuentra autenticidad en la dimensión de la oralidad: ese gran llano que domina la voz del hombre. Quien siga y comprenda esta noción -me queda claro- es alguien que ha dedicado sus pensamientos y enfocado el uso de sus sentidos en recrear escenarios y sensaciones nacidas en otra época y que permean hasta nuestros días, asumiendo con fervor, que nuestros muertos jamás han sido alegoría del silencio.
En la invitación que recibí de manos de Marcela Silva Sánchez se mencionó la posibilidad de elaborar un ejercicio literario, o simplemente, proyectar mediante un monólogo lo que para el autor representa su relación con el único objeto que fragmenta y aísla el curso del tiempo. Sin alguna justificación extraordinaria me he inclinado por la segunda, puesto que me resulta más fácil cumplir con este honroso compromiso, transformando a escritura lo que resulte de un pequeño ejercicio de introspección literaria.
Comienzo por confesar, que no fui lector –seriamente –durante mi infancia, por ahí sólo concluí algunos textos de Julio Verne y alguna que otra joya de la literatura infantil; en aquel tiempo, estaban homologadas mis horas de juego a las horas que dedicara a leer los libros que me regalaban mis abuelos o mis padres; como siempre, los niños preferimos el placer de la realidad que el de la imaginación, y por ello –y sin arrepentimiento– no saqué provecho de aquellos años mozos en los que se supone es crucial el desarrollo del pensamiento por conducto del dominio del alfabeto y la lengua madre. Fue ya en mi adolescencia tardía que extrañamente encontré refugio en algunos libros para lograr explicarme lo que en aquel momento creía y sentía era para mí el mundo; no el mundo de las ciencias, sino el mundo de las relaciones humanas, el mundo de la voluntad, el mundo de las percepciones, el mundo del hombre y el otro. Fueron primeramente fragmentos de textos filosóficos los que me adentraron en la Lectura; encontré un reto fascinante y placentero en leer fragmentos de sistemas filosóficos así como las biografías de los pensadores que crearon la cultura de Occidente. A la postre este placer me arrastró estudiar algunas de las obras más importantes de la filosofía contemporánea. Hasta la fecha, no he dejado de procurar leer los textos que conforman la historia del pensamiento occidental, este ejercicio me ha satisfecho enormemente y me sorprende que sea aún un número muy pequeño de individuos los que entiendan que esta clase de lectura es la que permite al ser humano sentir la libertad.
En el plano filosófico, mis preferencias intelectuales y sentimentales se inclinan por las obras Jean-Paul Sartre, Ludwig Wittgenstein, Arthur Schopenhauer y Hannah Arendt, estos autores han marcado profundamente mi manera pensar, leer e interpretar la realidad. Alejándome un poco de mis gustos, empero, debo expresar que si se tuviera que escoger sólo un libro para intentar entender el universo, creo, tendría que elegir la Crítica de la Razón Pura, del maestro que nos invitó a atrevernos a saber y abandonar nuestra minoría de edad.
En el microverso de la literatura no son muchos autores los que me he permitido conocer, no me considero una persona con una percepción lo suficientemente amplia como para dejar por aquí un gran listado de autores ilustres. Entre los pocos escritores que he abordado, creo podría depurar mi lista a 3 nombres: Jorge Luis Borges, Umberto Eco y Thomas Mann. A la literatura de Borges le debo en gran parte de lo que soy, Borges es el Único.
En este orden de ideas, debo ahora decir lo que he aprendido gracias a la Lectura, aprendí que uno debe servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro1; que puedo estudiar filosofía o ahogarme, por así decirlo; ¡no porque no amara la vida! No, como lo dije antes, tenía esta necesidad de entender2; que te debo las mejores y quizá las peores horas de mi vida y eso es un vínculo que no puede romperse3; que son felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor4; que mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres5; que la arena de los ciclos es la misma e infinita es la historia de la arena6; y, finalmente, concluí : ¿Para qué hacerse la ilusión de que con el libro que uno acaba de escribir comienzan una era y una época nuevas?7
Así también, entiendo que mi ensayo no abre ni cierra época alguna, ni mucho menos su título será honrado con alguna alegoría. La combinación de palabras es sencilla, cualquier lector borgiano deducirá que me agradan enormemente los relatos “El Libro de Arena” y “Los Tigres Azules”, que me agrada, esa concepción borgiana del tiempo como infinito sin orden, y, que al final, interpreto ingenuamente como una metáfora de un libro de libros cuyas páginas jamás se leerán igual.
Finalmente, coincido con Jaime Labastida en que “los individuos y los pueblos no son sólo su pasado. Individuos y pueblos son, todos, un deseo de futuro”. En el marco del 50 aniversario de la Librería Madero, los individuos que con gusto decidimos aportar algunas líneas a esta linda edición compartimos nuestro pasado con la librería y auguramos que nuestro futuro tampoco estará alejado de la misma. Enhorabuena por estos 50 años y mi reconocimiento para todos los que han colaborado en este noble negocio moreliano.