Los Tigres de Arena
26 de enero del 2016
Faltan un par de semanas para que Jorge Mario Bergoglio visite México por primera vez. En su faceta como Francisco I, será el primer papa que visite Michoacán, en lo que parece se convertirá el evento hacia el que los historiógrafos michoacanos enfocarán toda su atención; y sobre el cual, en un futuro no muy lejano, publicarán su interpretación “científica” del suceso.
Alejándome por instantes del fervor y frenesí social que ya ha causado la visita de este líder político y espiritual, he encontrado un par de situaciones que me llaman la atención. Una, el despliegue propagandístico por parte del Gobierno del Estado para “darle la bienvenida” a esta carismática figura; la otra, la reanimación de la pasión religiosa –por el catolicismo en este caso– generando toda clase de manifestaciones de afecto y admiración por quien también funge como jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano.
La primera no me alarma, he de suponer que este despliegue propagandístico es parte del protocolo que el Gobierno del Estado tiene diseñado para manejar visitas de figuras de este nivel. Seguramente se replicarán estas acciones de gobierno el día que nos visiten los jefes de Estado de Alemania, Rusia o Israel.
La segunda aunque tampoco me alarme, sí me motivó a reflexionar un poco más. Aun y cuando se respete y garantice la libertad de credo y culto constitucionalmente, llama la atención que las muestras de afecto y respeto también estén proviniendo de notorias figuras y servidores públicos olviden las normas de carácter laico que rigen el mandato gubernativo. Es sorprendente que muchos de estos entes ya cuentan con lugares preferentes para presenciar los actos que conforman la agenda papal y que miles de correligionarios –católicos- envidiarían. Bien o mal, es un hecho que estos personajes no dejarán pasar la oportunidad de ser vistos por la ciudadanía y la prensa como los más ilustres fieles de este país.
Pero insisto, la práctica de una religión no representa problema alguno; el problema es que aquellos pocos elegidos que desempeñan cargos públicos en un sistema político laico, olviden que el ejercicio de la fe y el del poder no se pueden mezclar. ¿Razones? No conviene verterlas aquí; la historia política de México no necesita obviarse. No pretendo efectuar una apología del laicismo, ni mucho menos juzgar ni criticar a los millones de católicos que disfrutarán de este evento; lo único que deseo remarcar es la incongruencia e ignorancia de los actores políticos que asistirán a las ceremonias religiosas y quienes favorecidos por su “investidura” torpemente pensarán que “harán política” si logran estrechar la mano de Jorge Mario Bergoglio.
Para quien redacta estas líneas, el Estado y la Religión no deben mezclarse más allá de lo que el Derecho marque, y en el caso de nuestro Derecho, los principios de la Reforma siguen sosteniendo nuestro constitucionalismo.
A esta altura de la época “posmoderna” ya no me sorprenden muchas cosas; he conocido priistas cristeros y perredistas masones, los comportamientos políticos siguen empeorando año con año y sólo queda reafirmar las convicciones políticas y filosóficas ante semejantes desvaríos.
Ojalá esta breve participación les recuerde a los miembros en activo de la clase política estatal y nacional que la división Iglesia-Estado, en la historia política de Occidente, es el mayor triunfo de la civilización de los últimos 300 años. La ignorancia y el olvido no han de apagar este destello que aún ilumina nuestros días.