Tigres de Arena
29 de Agosto del 2016
“Dictadura de la Moralina”
“…ha de ser antes y no después de elegidos que hemos de cuestionar y criticar a nuestros gobernantes; nosotros como sociedad somos el “filtro” para otorgar y retirar la responsabilidad de ejercer el poder público a nuestros coetáneos”
En menos de 7 días se han prácticamente agotado las consideraciones y las elucubraciones relativas al golpe mediático que efectuó la comunicadora Carmen Aristegui en contra del Presidente de la República, dejando detrás de sí una estela de conclusiones; unas, notables por su nivel de reflexión; otras, implicaron más ruido y saturación, provenientes del movimiento cuyo propósito es pelear contra el “régimen” y la “mafia del poder; lo anterior, sirvió para atestiguar una vez más el comportamiento de los colectivos y del endeble criterio con el que se reciben las polémicas de la clase gobernante.
De entrada, el problema que indignó a la población mexicana bien o mal no es de una complejidad ni de un trasfondo tan nebuloso ya que prácticamente cualquier consciencia fue capaz de interpretarlo y emitir una opinión al respecto; de hecho, en menos de 24 horas ya existía una polarización en la que los bandos se enfocaron en discutir acerca de la inmoralidad y la falta de ética como causales para exigir la dimisión del depositario del poder ejecutivo federal. Esto, generó un sinnúmero de intercambios que me llevaron a hacer una breve retrospectiva vinculada a los soportes argumentales bajo los cuales se ha refugiado un sector de los mexicanos que ejercen a cabalidad su libertad de expresión. Tras descartar las subjetividades, las agresiones, las diatribas y el odio insensato, me encontré con que el argumento de autoridad con el que se daban por terminadas la gran parte de los choques ideológicos, fue el de cuestionar la moralidad de los actos del Presidente así como de sus colaboradores, desechando todo esbozo de planteamiento jurídico o institucional.
Una de las grandes constantes en el posicionamiento político de muchos mexicanos durante este sexenio ha sido el colocarse como una autoridad moral impoluta y superior a la clase política — justificadamente en ocasiones—, sin embargo, si se le exige elevar sus posturas; si se le invita a comprender y debatir nociones éticas, jurídicas o hasta filosóficas o si se le invita sólo a afirmar objetivamente el porqué se debe reprender o enjuiciar a un político —o a cualquier semejante—, la mayoría de las veces uno se decepciona por las parcas y raquíticas respuestas que se reciben, ya que esta gente al final se dispone a disfrazar un mero capricho y se decanta por ignorar —a consciencia— su complicidad en el haber permitido que los elementos más cuestionados de su generación hayan llegado a ocupar posiciones claves en nuestro sistema político.
En este orden de ideas, coincido en lo que apuntó mi buen amigo José Herrera Peña —y lo parafraseo—, ha de ser antes y no después de elegidos que hemos de cuestionar y criticar a nuestros gobernantes; nosotros como sociedad somos el “filtro” para otorgar y retirar la responsabilidad de ejercer el poder público a nuestros coetáneos, no hay secretos ni fórmulas alquímicas para que desde nuestra individualidad modifiquemos nuestra manera de vivir en un Estado. No obstante esto, se continúa obedeciendo a una “lógica visceral” —misma que obedecen los débiles servidores públicos— en la que se somete una decisión al candor de la rabia, la cual termina por sepultar cualquier intento de proyección o visión a largo plazo. Se siguen gustos y sensaciones efímeras mas no nociones de trascendencia ni consagración.
Aún quedan dos años y medio de gestión gubernamental federal y la tolerancia hacia ésta ya se ha agotado, empero, esto no significa que se deba cerrarse el criterio del electorado, las lecciones más enriquecedoras están por venir y hay que estar preparados para no dejarlas ir y así lograr tomar en el futuro próximo la decisión más atinada.