“Si en alguna parte hubiera un eje, parecido a una cucaña, por el que yo pudiera trepar hacia lo que las gentes suponen es «lo de arriba»… O bien, si pudiese encontrar un agujero, y bajar por él hacia no sé qué clase de divinas antípodas… Y aun siendo esto posible, sería preciso que ese eje o ese agujero se hallasen en el centro, fueran un centro. Pero desde el momento en que el mundo (aut Deus) es una esfera cuyo centro está en todas partes, como lo afirman los entendidos (aunque yo no veo por qué no podría ser un poliedro irregular), bastaría con excavar en cualquier sitio para sacar Dios, como cuando estamos a la orilla del mar y sacamos agua, al excavar la arena… Excavar con las uñas, con los dientes y con el hocico, en esa profundidad que es Dios… (Aut Nihil, aut forte Ego). Ya que el secreto consiste en que estoy excavando dentro de mí, puesto que en este momento me encuentro en el centro: mi tos, esa bola de agua y lodo que sube y que baja por mi pecho y me ahoga, el desvío de mis entrañas, estamos en el centro… Ese esputo que circula dentro de mí, estriado de sangre, esos intestinos que me atormentan como jamás me atormentarán los de otro y que, sin embargo, son de la misma carne que los suyos, la misma nada, el mismo todo… Y ese miedo a morir, cuando aún siento latir la vida con pasión hasta la punta del dedo gordo del pie… Cuando basta con una bocanada de aire fresco que entra por la ventana para henchirme de gozo, como un odre…”
“Un hombre oscuro”
Cuentos completos
Marguerite Yourcenar