Japón, Presente y Futuro

Los Tigres de Arena

3 de febrero del 2016

Jorge Luis Borges, en su libro Atlas, relata que las deidades del Shinto se reunieron en uno de los otoños del tiempo y crearon todas las cosas. Para que el hombre no se abrumara con todo esto, los dioses le permitieron ensayar algunas variaciones, con ello, pudo imaginar el arado, la llave, el calidoscopio, la espada y el arte de la guerra y, también, imaginó un arma invisible que sería el fin de la historia. Observando esto, los dioses pensaron que era momento de borrar a los hombres, empero, uno de entre ellos recordó en un idioma desconocido lo que el hombre ha imaginado en el espacio de diecisiete sílabas. Al escuchar esto, la divinidad mayor sentenció que los hombres perduraran y por obra de un haiku la humanidad se salvó.

La versión completa de este relato lo plasmó Jorge Luis Borges durante su estancia en Izumo en abril de 1984.

Tomando la síntesis de este relato comienzo esta atípica participación, alejándome de la habitual crítica o análisis del fenómeno político de nuestro Estado, puesto que esta semana me encuentro en la ciudad de Tokio cotejando la concepción que tenía de esta cultura con lo poco o mucho que se puede asimilar cuando se conoce de la mano del Turismo un lugar nuevo.

Antes de realizar esta visita, yo siempre había tenido la idea que Japón y Tokio eran el futuro. 

Durante el trayecto en tren entre el aeropuerto de Narita y la estación de Tokio, uno inmediatamente puede apreciar las postales del área conurbada de la capital. La primera impresión que uno tiene al mirar el caserío moderno de la periferia es el de estar en una ciudad de primer mundo que no tiene nada que codiciar de sus homólogas de Occidente. 

Normalmente cuando se descubre una cultura -y en particular la de un país en mejores condiciones que México- todo los elementos que la componen parecen mejores que los del país del que somos originarios. He conocido ya las capitales modernas de la cultura Occidental (Nueva York, París, Berlín), y ninguna me impresionó tanto como lo ha hecho Tokyo. Es increíble cómo una ciudad ha alcanzado tal nivel de vida y desarrollo; la Ciudad de México está a una gran distancia de evolucionar a este modelo de organización que emulan entre sí las grandes urbes. 

Antes de iniciar este viaje me habían dicho que “viajaría al futuro”, comentario que creí exagerado, sin embargo, mi imaginación se quedó muy corta en la proyección que tenía sobre esta ciudad y cultura. Lo extraordinario de este pueblo es su disciplina y respeto profundo al trabajo y sus propias reglas, es notable que este sentido de rectitud haya permitido que esta sociedad se recuperara rápidamente de una guerra y emergiendo como una de las potencias que influyen en el orden mundial. Enlistar sus virtudes y fortalezas sería un ejercicio de ingenuidad y una falta de sentido común porque la realidad no necesita obviarse, además, estoy muy alejado de los especialistas que podrían brindar una descripción minuciosa de este entorno.

Como toda comparación sin importar su escala siempre resulta funesta y estéril, me limito sólo a manifestar lo anterior dicho.

Por ahora, sólo viene a mi mente el territorio donde estoy destinado a desenvolverme y en su potencialidad y no veo ruinas ni desolación en nuestra Historia, mucho menos pesimismo congénito ni precariedad, entonces me pregunto: qué le ha faltado -o le sigue faltando- a México? No lo sé, pero la respuesta, sigue descansando en la conciencia de su pueblo. Que impere y prevalezca su lucidez y determinación; que desaparezca la pusilanimidad y la ignominia. Bien o mal, nuestro presente y futuro aún depende de nosotros.