A juicio mío, quien se disponga a escribir un libro hará muy bien en tener consideradas de antemano todas las diversas facetas del asunto que quiere tratar. Tampoco estará nada mal que , en cuanto ello sea posible, entable conocimiento con todo lo que hasta la fecha se haya escrito sobre el mismo tema. Y si nuestro escritor en ciernes se topa por este camino con alguien que de una manera exhaustiva y satisfactoria haya tratado una que otra parte del asunto, entonces hará muy bien alegrarse como se alegra el amigo del Esposo, quedándose parado y escuchando con toda atención la voz de éste. Hecho lo cual, con mucha calma y con el entusiasmo propio del enamoramiento, que siempre busca la soledad, ya no necesita más. Nuestro escritor se pone definitivamente a escribir su libro, lo hace con el primor característico del pájaro que canta su canción -si hay alguno que saque provecho o encuentre placer en él, entonces miel sobre hojuelas-, y lo edita sin mayores cuidados y preocupaciones, aunque también sin darse la menor importancia, pensando, por ejemplo, que ha agotado todo el asunto o que todas las generaciones de la tierra han de ser benditas por su dichoso libro. Porque cada generación tiene su tarea y no necesita cohibirse con la extraordinaria empresa de pretender serlo todo para las generaciones pasadas y las venideras. Y cada individuo, dentro de la respectiva generación, tiene su propio afán -como también lo tiene cada día- y le basta y le sobra cuidarse de si mismo, no necesitando para nada abarcar toda la contemporaneidad con su paternal y pueblerina preocupación. ¿Para qué hacerse la ilusión de que con el libro que uno acaba de escribir comienzan una era y una época nuevas? Claro que sería una cosa todavía mucho peor el anunciar ese natalicio con la fogosidad artificial de las promesas escritas en un libro; o con las anchas perspectivas, no menos prometedoras, de su enorme significado; o, finalmente, dando seguridades sin cuento para encarecer la cotización de un valor dudoso! Desde luego, no todos los que tienen anchas espaldas son por ello un mismo Atlas, no tampoco han llegado a serlo por el hecho de haberse echado encima de ellas todo un mundo. No todos los que dicen: ¡Señor, señor!, entrarán solo por eso en el Reino de los cielos; ni todo el que se ofrece a salir fiador por la contemporaneidad entera ha demostrado con ello que es un hombre solvente y responsable; ni tampoco todos los que exclaman: “bravo”, “bravísimo” y demás gritos estentóreos han dado pruebas con ello de que se han comprendido a sí mismos y que saben medir el alcance de su admiración.
En lo que concierne a mi pobre persona, he de confesar con toda sinceridad que en cuanto autor soy como un rey sin reino, aunque también es verdad que en cuanto tal, con temor y mucho temblor, jamás me he hecho ninguna ilusión ni he reclamado nada. Por esta razón, si a una noble envidia o a una crítica celosa les parece un exceso de mi parte el que lleve un nombre latino, entonce lo cambiaré con mucho gusto y me llamaré, por ejemplo, Christen Madsen. Lo único que deseo es que se me considere como un profano, el cual especula, desde luego, pero manteniéndose a pesar de todo muy lejos de la especulación, por más que personalmente sea un gran devoto de su fe en la autoridad …, algo así como los romanos eran tolerantes en su religiosidad. ¡Eso sí, en lo que respecta a la autoridad humana, soy un fetichista y con igual fervor adoro a quienquiera que se presente, con tal de que a bombo y platillo se haga públicamente notorio que semejante individuo es al que tengo que adorar y que fuera de él no hay otra autoridad ni otro “Imprimatur” en el año en curso! Lo que no entra en mi cabeza es cómo ha podido llegarse a tal decisión, ya sea que se haya verificado echando a suertes o por votación, ya sea que la misma dignidad se haya turnado de un individuo a otro, de modo que quien en un momento dado ostenta la autoridad venga a ser una especie de representante civil dentro de un tribunal de conciliacion.
Y ya no tengo nada más que añadir, si no es despedirme de todos con un adiós cordialísimo, tanto de los que participen de mis puntos de vista como de aquellos que no los participen, tanto de los que lean el libro íntegro como de aquellos que se contenten con el prólogo.
Con todos mis respetos,
Vigilius Haufniensis
Copenhague…