Fragmento en la introducción de “Las Mil y una Noches” (J.C Mardrus)

“Este libro no es para niños y mujeres. La moral de los árabes es distinta de la nuestra: sus costumbres son otras. Su carácter primitivo les hace ver como cosas naturales lo que para otros pueblos es motivo de escándalo. El amor lo cubren de pocos velos y su vida social está basada en la poligamia.

Además este libro es un libro antiguo, y los escrúpulos morales cambian con los siglos…”

Que vachaché

Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida.
Ya me tenés bien requeteamurada.
No puedo más pasarla sin comida
ni oírte así, decir tanta pavada.
¿No te das cuenta que sos un engrupido?
¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?
¡Si aquí, ni Dios rescata lo perdido!
¿Qué querés vos? ¡Hacé el favor!

Lo que hace falta es empacar mucha moneda,
vender el alma, rifar el corazón,
tirar la poca decencia que te queda…
Plata, plata, plata y plata otra vez…
Así es posible que morfés todos los días,
tengas amigos, casa, nombre…y lo que quieras vos.
El verdadero amor se ahogó en la sopa:
la panza es reina y el dinero Dios.

¿Pero no ves, gilito embanderado,
que la razón la tiene el de más guita?
¿Que la honradez la venden al contado
y a la moral la dan por moneditas?
¿Que no hay ninguna verdad que se resista
frente a dos pesos moneda nacional?
Vos resultás, -haciendo el moralista-,
un disfrazao…sin carnaval…

¡Tirate al río! ¡No embromés con tu conciencia!
Sos un secante que no hace reír.
Dame puchero, guardá la decencia…
¡Plata, plata y plata! ¡Yo quiero vivir!
¿Qué culpa tengo si has piyao la vida en serio?
Pasás de otario, morfás aire y no tenés colchón…
¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio!
Vale Jesús lo mismo que el ladrón…

Fragmentos de “Uno y el Universo”

Hoy leí a Ernesto Sabato.

EDAD.

¿Qué se puede hacer en ochenta años? Probablemente, empezar a darse cuenta de cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.

Un programa honesto requiere ochocientos años. Los primeros cien serían dedicados a los juegos propios de la edad, dirigidos por ayos de quinientos años; a los cuatrocientos años, terminada la educación superior, se podría hacer algo de provecho; el casamiento no debería hacerse antes de los quinientos; los últimos cien años de vida podrían dedicarse a la sabiduría.

Y al cabo de los ochocientos años quizá se empezase a saber cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.

Un programa honesto requiere ocho mil años. Etcétera.

FAMA.

La fama la realizan sucesos contingentes o equivocados: Liszt se ha hecho famoso por su Rapsodia N° 2; Einstein, por la frase “todo es relativo”, que jamás pronunció y que enérgicamente refuta; Baudelaire, por un título que parece prestado de Vargas Vila; Newton, por la caída de una manzana que parece no haber caído nunca. La gloria se equivoca casi siempre y rara vez se adquiere por motivos que podrían justificarla. En estos hombres, por ejemplo, la fama es merecida, pero sus causas son equivocadas. Excelentes personas se hacen la ilusión de tener un buen gusto literario porque leen a Proust, a Shakespeare, a Cervantes; pero a menudo sucede que lo que gustan de ellos no es otra cosa que sus defectos.

A veces la fama se debe a una frase histórica. De todas las cosas apócrifas, las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como muchas cosas históricas.

FANTÁSTICO.

Es la palabra con que designamos lo insólito. Por eso se aplica continuamente en los viajes y en la historia del pensamiento. No es que designe cosas de contenido mágico: simplemente designa otras cosas.

HOMBRE Y MUJER.

Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa. 

INDETERMINACIÓN.

La noticia de que los físicos habían descubierto un misterioso principio de indeterminación fue recibida alegremente por ciertas escuelas teológicas y filosóficas, creyéndose que la propia ciencia proclamaba su bancarrota y que el libre-albedrismo tomaba nueva fuerza.

Ignoro por qué razón el hecho de que el hombre pueda tener libre albedrío y ser responsable de todas las tonterías que comete constituye un motivo de satisfacción para muchos filósofos. Pero dejando de lado esta cuestión, creo que la alegría es precipitada, ya que ni los propios hombres de ciencia han logrado ponerse de acuerdo, todavía, sobre el contenido y el nombre del principio: los que proponen denominarlo Principio de Indeterminación creen que es la exteriorización de una indeterminación esencial de la naturaleza; los otros opinan que debe interpretarse como una fórmula taxativa, quizá como una medida de impotencia humana o actual de alcanzar el mundo físico, y por eso proponen que se denomine Principio de Incerteza.

Los malentendidos a que ha dado origen se deben a que deriva de la hipótesis cuántica, que tiene la desgracia de ser oscura cuando es rigurosa y de ser totalmente falsa cuando todo el mundo la comprende.

INTELIGENCIA.

Entender es relacionar, encontrar la unidad bajo la diversidad. Un acto de inteligencia es darse cuenta de que la caída de una manzana y el movimiento de la Luna, que no cae, están regidos por la misma ley.

Como una especie de detective secular en una Gran Novela Policial, la inteligencia persigue interminablemente a la verdad, buscándola hasta en los lugares menos sospechosos; está abierta a todas las posibilidades y por eso debe combatir a cada instante contra la rutina, el lugar común, el dogma y la superstición, que pretenden en cada caso haber aclarado el enigma, ignorando o queriendo ignorar que la verdad tiene infinitos cómplices e infinitos lugares diferentes.

Porque combate contra todos los dogmas y supersticiones, la inteligencia es capaz de comprender lo que hay de verdad en cada uno de ellos; un hombre inteligente no se caracteriza porque no comete errores sino que está dispuesto a rectificar los cometidos; los hombres que no cometen errores y que tienen todo definitivamente resuelto son los dogmáticos: se caracterizan por tener una Iglesia, una Ortodoxia, un Papa infalible, una Inquisición; no hay que creer que estas organizaciones sólo aparecen para defender a Dios: algunas aparecen para demostrar su inexistencia.

La creación de estas Iglesias es lo que hace tan difícil la búsqueda de la verdad. Porque entonces no basta la inteligencia: se requiere la intrepidez. Se requiere mucho valor para defender a la vez la parte de verdad en Berkeley contra los marxistas y la parte de verdad en los marxistas contra Berkeley. Este valor intelectual es lo que los fanáticos de la secta llaman confusionismo.

Lo difícil de esta tarea está en que la inteligencia debe proceder en forma helada e imparcial en este interminable pleito siendo que a la vez aparece encarnada en forma humana y, por lo tanto, mezclada con la debilidad, la simpatía, la violencia, el fanatismo y la furia, que son nuestros atributos más frecuentes.

LENGUAJE.

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.

Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más. Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia. Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.

PODERÍO DEL LENGUAJE.

La riqueza del lenguaje puede ser medida por el número de las palabras, pero no su poderío. Hay escritores que se arreglan con un vocabulario restringido, que sacan matices y partido del que tienen por la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no sabe que a veces sostiene una posición.

REALISMO.

Los pintores hacen su autorretrato de dos maneras: una, la menos representativa, tratando de representar su cara; otra, la más valiosa, pintando un árbol, o unos caballos, o la destrucción de Sodoma y Gomorra. Un árbol de Van Gogh no es un árbol de Millet, aunque los dos tengan el mismo modelo. Pintar o relatar algo “tal como es” es el propósito de lo que suele llamarse realismo, pero en la práctica es la forma más eficiente de incurrir en las candideces del realismo ingenuo.

La causa de tantas interminables discusiones sobre el realismo en el arte hay que buscarla en la tendencia de la mente a dividir y cristalizar lo que está unido y en movimiento. Los realistas ingenuos parten de la base de que fuera del hombre hay un mundo que puede ser conocido o descrito o pintado independientemente de nuestras características sensoriales e intelectuales. Pero la realidad no está solamente fuera sino también dentro del hombre, constituida por una unidad sujeto-objeto que no puede ser escindida. El conocimiento es la manifestación de esta interacción entre el mundo exterior y el hombre. Y en cuanto al arte, la ingenuidad de dar cuenta de la realidad externa sin contaminación humana es todavía más evidente; el mundo de la pintura es el mundo de los colores, y los colores no existen en la naturaleza; fuera de nosotros hay quizás ciertos corpúsculos que viajan a una velocidad fantástica, acompañados por “ondas pilotos” de naturaleza matemática. Como dice Whitehead, la naturaleza es una triste cosa, sin colores, ni sonidos ni fragancias; todos estos atributos son puramente humanos, forman parte de nuestra manera de sentir el mundo exterior. Radical e inexpugnablemente, nuestra visión de ese mundo exterior es subjetiva; cada uno de nosotros, en un continuo acto de creación está llenando el ámbito de colores y música, groseros o delicados, complejos o simples, según nuestra propia sensibilidad.

SENTIDO COMÚN.

El mundo de la experiencia doméstica es tan reducido frente al universo, los datos de los sentidos son tan engañosos, los reflejos condicionados son tan poco profetices, que el mejor método para averiguar nuevas verdades es asegurar lo contrario de lo que aconseja el sentido común. Esta es la razón por la que muchos avances en el pensamiento humano han sido hechos por individuos al borde de la locura. Mediante una lógica estricta Parménides llega a probar que la realidad es inmóvil, eterna e indivisible; si alguien viene y le observa que el mundo, por el contrario, está compuesto por infinidad de cosas y que esas cosas no están en reposo sino que se mueven, y que no son eternas, pues se desgastan o rompen o mueren, el filósofo dirá:

—Tiene usted razón. Eso prueba que el mundo tal como lo vemos es una pura ilusión.

Dudo de que un griego medio no calificase a Parménides de insano, después de esta conclusión. También parece locura afirmar, como Zenón de Elea, que la flecha no se mueve, o que la tortuga no será jamás alcanzada por Aquiles; o, como Hume, que el yo no existe; o, como Berkeley, que el universo entero es una fantasmagoría. Sin embargo, son teorías lógicamente irrebatibles y señalan una posibilidad. El hecho de que contradigan brutalmente al sentido común no es una prueba de que sean incorrectas. Como dice Russell, “la verdad acerca de los objetos físicos debe ser extraña. Pudiera ser inasequible, pero si algún filósofo cree haberla alcanzado, el hecho de que lo que ofrece como verdad sea algo raro, no puede proporcionar una base sólida para objetar su opinión”.

Creo que un tribunal que actuase en nombre del Sentido Común, condenaría al manicomio a Zenón, Parménides, Berkeley, Hume, Einstein.

Es digno de admiración, sin embargo, que el sentido común siga teniendo tanto prestigio didáctico y civil a pesar de todas las calamidades que ha recomendado: la planitud de la Tierra, el geocentrismo, el realismo ingenuo, la locura de Pasteur. Si el sentido común hubiese prevalecido, no tendríamos radiotelefonía, ni sueros, ni espacio-tiempo, ni Dostoievsky. Tampoco se habría descubierto América y este comentario, como consecuencia, no se habría publicado (hecho que, desde luego, no pretendo poner a la par del indescubrimiento de América).

El sentido común ha sido el gran enemigo de la ciencia y de la filosofía, y lo es constantemente. Argumentar la inverosimilitud en contra de ciertas ideas es muestra de una enternecedora candidez. Les pasa a esta gente lo que a aquellos campesinos de Mark Twain que asistían a una función de circo: cuando vieron las jirafas se levantaron y exigieron la devolución del dinero, pues se creyeron víctimas de una estafa.

El Hombre Medio se jacta de cierto género de astucia, que consiste en descreer de lo fantástico. Sin embargo, hablando en términos generales, se puede afirmar que vivimos en un mundo enteramente fantástico.

Este hecho evidente es oscurecido por su evidencia, como dice Montaigne de “ce qu’on dict des voysins des cataractes du Nil”, que no oyen el ruido.

El sentido común es el rechazo de fantasmas desconocidos pero es la creencia en fantasmas familiares: rechaza los cinocéfalos y monóculos, como si fuese menos monstruosa la existencia de personas sin su correspondiente cabeza de perro, o con dos ojos en vez de uno. Es en parte cierto que el sentido común es enemigo del milagro, pero del milagro inusitado, si se permite.

Es el sentido de la comunidad apto para una confortable existencia dentro de límites modestos, de espacio y tiempo: en Laponia recomienda ofrecer la mujer al caminante y aquí asesinarlo si la toma. Un galeote se admiraría de la pretensión de curar un dolor de muelas con una aspirina siendo sabido que se cura aplicando una rana en la mejilla; por un mecanismo similar el médico se asombraría de que alguien pretenda curar el dolor de muelas con una rana. La diferencia estriba (según el médico) en que la idea del galeote es una superstición y la de él no. No veo una diferencia esencial. Al final de cuentas, buena parte de la terapéutica contemporánea consiste en supersticiones que han recibido nombre griego. Y en rigor poca gente hay tan supersticiosa como los médicos: cuando cunde alguna nueva superstición, como la extirpación de las amígdalas, llegan a pensar que cualquier enfermedad puede ser curada mediante ese extraño procedimiento, no sólo los dolores de muelas. En general, puede decirse que el rechazo enérgico de una superstición solamente puede ser hecho por gente supersticiosa, pues son los únicos que creen firmemente en algo: los verdaderos hombres de ciencia son demasiado cautelosos para rechazar definitivamente nada.

Que el sentido común es la magia y la fantasía más desatada, es fácil de probar: mediante ese diabólico consejero un campesino jura que la tierra es plana y que el Sol es un disco de veinte centímetros de diámetro. En su furia mágica, puede llegar a abolir grandes sectores de la realidad, no sólo a deformarlos.

Es probable que muchos de los problemas actuales de la filosofía y de la ciencia tengan solución cuando el hombre se decida de una vez a prescindir del sentido común. Apenas salimos de nuestro pequeño universo cotidiano, dejan de valer nuestras ideas y prejuicios. Esta es la causa de que el absurdo nos acometa por todos lados. Más, todavía: es deseable que sea así, pues es garantía de que se anda por buen camino. Si un astrónomo presenta una teoría del Universo que sea aceptable para el hombre corriente, seguramente que está equivocado. Si otro afirma que en ciertas regiones remotas el tiempo se paraliza, ese señor debe ser escuchado con respeto, pues puede tener razón.

Las teorías científicas y filosóficas están todavía demasiado adheridas al sistema conceptual de entrecasa. Su defecto tal vez es el de ser aún poco descabelladas.

VALORES.

En la historia del pensamiento nos encontramos a menudo con la ingenuidad de atribuir a Dios nuestros prejuicios éticos o estéticos. Cuando encontramos alguna ley natural que nos halaga o satisface, nos sentimos inclinados a pensar que es una prueba de la existencia de Dios; vanidosamente, el hombre piensa que sólo una divinidad puede conformar sus gustos. Cuando Maupertuis descubrió el principio de la Mínima Acción, sostuvo que era la mejor prueba de la existencia de un Espíritu Ordenador. No veo por qué —sin embargo— algo que satisface la pobre y limitada mente del hombre ha de ser forzosamente obra de dioses. Vanidad semejante a la que experimentamos cuando un autor nos parece inteligente porque piensa como nosotros.

El Porvenir de la Ignorancia

Tomado de “Uno y el Universo” de Ernesto Sabato.

PORVENIR DE LA IGNORANCIA.

Dice Bertrand Russell que las explicaciones populares de la relatividad dejan de ser inteligibles justamente en el momento en que comienzan a decir algo de importancia. Excelente síntoma de lo que pasa con los conocimientos actuales y anuncio de la catástrofe futura.

El Universo es diverso pero también es uno: por debajo de la infinita diversidad ha de haber una trama unitaria que debe ser descubierta mediante esfuerzos de síntesis; pero cada día que pasa va siendo más difícil realizar las síntesis por la creciente abstracción, complejidad y masa de hechos diversos que hay que abarcar; y cuando surge alguno capaz de un esfuerzo de universalidad —como Whitehead— es parcialmente entendido y equivocadamente juzgado.

Por otra parte, un Whitehead no es universal en el sentido en que lo era Leonardo, quizá el más completo de esta fauna en extinción. Esta clase de hombres se interesa por el universo total: por lo concreto y por lo abstracto, por lo intuitivo y por lo conceptual, por el arte y por la ciencia. Pero el desarrollo de estas distintas fases de la actividad humana ha ido obligando a la especialización. ¿Quién es hoy a la vez capaz de pintar como Velázquez, construir una teoría científica como Einstein y una sinfonía como Beethoven? El solo estudio de la física hoy lleva toda la vida; ¿cuándo aprender a pintar como Velázquez, aun suponiendo que se tengan condiciones naturales como él? ¿Y cómo aprender todo lo que la química, la biología, la historia, la filosofía y la filología han hecho por su lado? Y, sobre todo, ¿quién ha de ser capaz de realizar la síntesis de este mundo casi infinito?

A los hombres de espíritu universal sólo les queda el recurso de la melancolía. Ya Valéry representa un poco esa situación, en que la realidad será suplantada por un conjunto de añoranzas y de insatisfechos deseos de universalidad. En Passage de Verlaine cuenta cómo veía pasar al poeta casi todos los días: flanqueado por sus amigos, asombraba la calle con su majestad brutal y sus bárbaras palabras, deteniéndose de vez en cuando para dar salida a sus invectivas; algunos minutos antes pasaba un hombre de una especie diferente, encorvado, grave, silencioso, de mirada ausente y fija, moviéndose con torpeza en un universo de los tantos geométricamente posibles: Henri Poincaré. Dice Valéry: “Me era necesario elegir, para pensar, entre dos órdenes de cosas admirables que se excluyen en sus apariencias, que se asemejan por la pureza y la profundidad de sus objetos…”.

¡Cuánto hubiera dado entonces Paul Valéry por ser algo así como la suma de Verlaine y Poincaré! Pero Atenas estaba ya muy lejos y también lo estaba el Renacimiento. Sólo restaba soñar con Leonardo y añorar l’uomo univenale.

El futuro estará en manos de especialistas, lo que no creo pueda ser motivo de orgullo o alegría; hay muchas personas que desconfían cuando ven a un hombre como Whitehead hablar de política o de moral: creen que ignorar a fondo la lógica, la ciencia y la filosofía es un buen antecedente para constituir estadistas y sociólogos.

La ciencia moderna —y sobre todo la técnica— deben tanto al especialista que el hombre de la calle, siempre dispuesto a la adoración de fetiches, ha creado el fetichismo de la especialización, confundiendo una lamentable consecuencia del progreso de la ciencia con su motor principal.

No es que quiera negar el valor de la especialización: las ciencias han llegado a un grado de desarrollo tal que un hombre está condenado a especializarse, si quiere llegar hasta el frente donde se lucha con lo desconocido; también es cierto que el enorme aporte de hechos por los especialistas ha sido y es constantemente factor de progreso (basta recordar el descubrimiento de la radiactividad, del efecto fotoeléctrico y tantos otros). Pero es necesario observar que los grandes avances del pensamiento científico no están constituidos por hechos sueltos sino por teorías, por síntesis conceptuales, y no se comprende cómo los especialistas puedan ser capaces de realizar síntesis que desbordan el campo de su actividad. Un especialista es Madame Curie, que aísla pacientemente un nuevo elemento químico; un hombre de síntesis es Einstein, que reúne en una gran teoría miles de pequeños hechos aportados por especialistas. Es la distancia que hay entre un investigador común y un genio.

Un hombre es capaz de realizar síntesis sólo en la medida en que es capaz de elevarse sobre su propio territorio para determinar, a vuelo de pájaro, su situación respecto a los territorios vecinos. Pero a medida que pase el tiempo la vida en cada uno de ellos se va haciendo más complicada, más rica; el lenguaje, que era una variedad dialectal de la lengua madre, se separa, se convierte en algo autónomo y parcialmente incomprensible para el vecino. Cada día se hace más difícil encontrar los vínculos, el rastro materno. El dilema es irremediable y parece que hemos de chocar con un límite, más allá del cual todo progreso será imposible.

La evolución de la física es ejemplar, por ser la más simple de las ciencias de la naturaleza y, por lo tanto, la que ha llegado más lejos. Como en todas las ramas del conocimiento científico, su marcha ha sido marcada por sucesivas unificaciones. Newton demuestra que la caída de un cuerpo y el movimiento de un planeta son fenómenos regidos por la misma ley; Oested y Faraday demuestran que la electricidad y el magnetismo no son autónomos sino dos expresiones de una misma realidad: Mayer y Joule demuestran que el calor y el trabajo están esencialmente vinculados; los físicos de hoy intentan unificar los fenómenos gravitatorios y electromagnéticos.

Pero cada unificación ha sido más difícil que la anterior, y a medida que se ha ido avanzando ha parecido que se acercaba al límite de lo racionalizable. En un momento se creyó que los cuantos eran ese límite; más allá se extendía el vasto y extraño continente de lo irracional. Como en una casa desconocida y sin luz, los físicos ambulaban ciegamente, sin acertar con las puertas y escaleras. La física de antaño, clara y lógica, cumplía con su misión fundamental: explicaba y preveía. Ahora, los hechos son raros y a menudo vienen sin que nadie los espere; luego, los teóricos inventan complicadas hipótesis para justificarlos. La especialidad de la física actual parece ser la profecía del pasado. ¡Qué lejos están los buenos tiempos de Leverrier, cuando un astrónomo, sentado en su escritorio, con lápiz, papel y una máquina de calcular descubría un planeta! Ahora estalla un átomo de uranio y los físicos, confusos, pero siempre vanidosos, tratan de asegurarse la paternidad del estallido con abundantes telegramas post factum. Metidos en una maraña de ecuaciones, los hombres de ciencia son observados con suficiencia por filósofos que, no habiendo querido tomarse el trabajo de comprenderlos, prefieren hacer de espectadores y extraer, de vez en cuando, apresuradas conclusiones a partir de frases que no entienden. Así pasó con el principio de Heisenberg: se creyó que revelaba el libre albedrío de la materia; se imaginó que la ciencia apoyaba postulados irracionalistas; se vinculó este fenómeno con el auge de la subconciencia, estableciendo alguna vaga vinculación entre Freud, Heisenberg y André Breton; se supuso que de algún modo explicaba las guerras y la existencia del mal entre los hombres.

La raíz de este fenómeno es que, simplemente, las cosas se están poniendo muy complicadas; establecer la ley de la caída de los cuerpos es un problema de niños al lado de las complicaciones conceptuales que debe enfrentar la física contemporánea: el espacio-tiempo, la relación entre masa y campo, la unificación de los campos gravitatorios y electromagnético, la racionalización de los postulados cuánticos, la conciliación de la reversibilidad mecánica con la esencial irreversibilidad de los procesos reales.

¿Por qué suponer que estos dilemas marcan el límite de lo racional y no el límite de la capacidad humana agobiada por el peso de una formidable masa de conocimientos y de hechos que es necesario hacer encajar en el Rompecabezas? Puede suponerse que es una incapacidad práctica y no teórica para racionalizar la realidad. El desarrollo de la física ha llegado a ser tan vasto que ha impuesto una especialización en cada uno de los capítulos, con el agravante de que esos especialistas cada día se entienden menos entre sí: uno que mide espectros puede ser incapaz de comprender a otro que se ocupa de las teorías del núcleo.

Si esto pasa entre dos físicos que se ocupan del átomo, ¿qué podemos esperar sobre la mutua comprensión de un físico, un biólogo y un sociólogo? El problema se plantea con máxima gravedad para los filósofos. Ciertos optimistas suponen que la filosofía puede prescindir de la ciencia, lo que me parece una curiosa forma de fomentar la universalidad. En los tiempos felices, un filósofo era una especie de suma de los conocimientos de la época: Aristóteles era físico, matemático, biólogo y sociólogo. Con el tiempo, esta condición se convirtió en un lujo; todavía Descartes y Leibniz eran espíritus universales, pero a partir de ellos comienza el éxodo de las ciencias particulares. Algunos piensan que al salir todo esto la filosofía queda tan purificada que no queda nada; parece una opinión exagerada: quedarían la ontología, la gnoseología y la lógica. Es decir, sólo quedaría lo universal. Pero es lícito preguntar: ¿se puede establecer un límite entre lo universal y lo particular? ¿Es acaso posible que un filósofo pueda establecer las leyes generales del ser y del conocer ignorando las ciencias particulares? Los grandes pensadores de todos los tiempos basaron sus investigaciones en la ciencia de la época; pero como la ciencia se ha puesto intransitable, la mayoría de los filósofos han decidido cambiar de sistema y parecen creer que la firme ignorancia de la matemática, de la logística y de la relatividad es una ventaja. No se ve, sin embargo, de qué manera los filósofos del futuro han de poder encarar el problema del espacio, del tiempo y de la causalidad sin la ayuda de la física y de teorías matemáticas como la de los grupos.

No se piense que este es un ataque a los filósofos: es un ataque a la ingenua idea de poderse ocupar de lo universal prescindiendo de lo particular. El reverso de esta ingenuidad es la de los hombres de ciencia, que creen poder ocuparse de lo particular prescindiendo de lo general: es la ingenuidad de los especialistas.

El triunfo de las ciencias positivas en el siglo XIX y la incapacidad de la filosofía idealista para resolver los problemas del mundo físico trajeron el descrédito de la especulación filosófica en el campo científico: los físicos, químicos, biólogos y hasta psicólogos se jactaron de ignorarla y aun de detestarla. En esa época pareció que para investigar la realidad bastaba con pesar, tomar temperaturas, medir tiempos de reacción, observar células a través de un microscopio. Se originó un tipo de físico que sólo tenía confianza en cosas como un metro o una balanza y que despreciaba la filosofía; y esta tendencia se extendió hasta alcanzar a hombres alejados de la ciencia, pero que admiraban su precisión (Valéry). El Dios de los filósofos ha imaginado un castigo para los que hablan mal de la filosofía, incluyendo a Valéry: que esas habladurías sean también filosofía, pero mala. A estos físicos les pasó lo que a esos campesinos que no tienen fe en el banco y guardan sus ahorros debajo del colchón, que es un banco menos seguro: si se analiza la estructura en que hacían descansar sus observaciones se descubre que no era cierto que no tuvieran una posición filosófica: tenían una muy mala. La falta de un criterio epistemológico les hacía aceptar sin cautela artículos de discutible calidad, bajo la creencia de que un buen instrumento no podía dar un producto execrable. Basta pensar con qué paz un físico de esta clase creía no hacer especulaciones filosóficas cuando medía un tiempo con un reloj; no obstante, se basaba en una hipótesis metafísica —el tiempo absoluto— que invalidaba todos sus resultados experimentales. Ignoraba que un reloj puede ser más peligroso que un tratado de metafísica.

La relatividad y los cuantos iniciaron una nueva era, marcada por un análisis del conocimiento científico: los físicos teóricos tuvieron que convertirse en epistemólogos, del mismo modo que los matemáticos acabaron en la lógica.

El siglo pasado trazó una línea divisoria entre la ciencia y la filosofía que pretendió ser definitiva, pero que apenas ha resultado ser desastrosa. En The Philosophy of Physical Science, Eddington discute las consecuencias de esta actitud: formalmente, todavía se puede distinguir una división entre ciencia y epistemología; pero no es más una división eficiente. La epistemología es el territorio en que la ciencia se superpone a la filosofía, lo que no quiere decir que la física ha de ser hecha ahora por los filósofos que se quedaron en la filosofía; por el contrario, la física actual debe tener una proyección decisiva sobre la concepción del mundo, tal como en el pasado sucedió con Copérnico y Newton. Parece lógico pensar que esas síntesis sean hechas por los filósofos; pero sucede que en general los filósofos ignoran la física y es poco razonable abandonar el estudio de las consecuencias filosóficas de la física a las personas que no la entienden. Pero tampoco parece posible que estas síntesis sean elaboradas por los especialistas.

Resulta entonces que estas síntesis deben ser hechas por una especie de matemático-lógico-físico-epistemólogo-gramático. Y hay melancólicos motivos para suponer que este superhombre jamás existirá. Tendría que resolver, en efecto, a más de los problemas de la física, los referentes a la química, a la biología, a la historia; tendría que entrar en la lógica con todo el moderno equipo de la logística y de la teoría de los grupos matemáticos; tendría que vincular lo absoluto con los invariantes de estos grupos, el espacio-tiempo y la causalidad con los problemas filosóficos del progreso, de la moral y de la absolutidad o relatividad de los valores estéticos. El lenguaje de estos monstruos también tendría que ser monstruoso: quizá no se hablaría de sustantivos, adjetivos, verbos transitivos e intransitivos; sino de invariantes, relativos, funciones, verbos inmanentes y trascendentes. Este lenguaje dejaría de ser probablemente oral para transformarse en un mudo e imponente desfile de símbolos abstractos, que el hombre de la calle vería con asombro, terror y admiración. La razón — motor de la ciencia y de la filosofía— habría desencadenado finalmente la fe, pues el hombre de la calle, totalmente incapaz de comprender, suplantaría la comprensión por el fetichismo y la fe.

No hay que abrigar, sin embargo, muchas esperanzas en este sentido (si es que un lenguaje y una situación semejantes pueden constituir la esperanza de alguien). Es cierto que el descubrimiento de nuevos aparatos conceptuales podría multiplicar la capacidad mental del hombre, como una palanca multiplica su fuerza física; pero la experiencia ha revelado que el número y complejidad de los problemas crecen con mucha mayor rapidez que la capacidad de comprensión del hombre. Todavía hoy viven hombres como Whitehead; pero los acontecimientos sobrepasarán rápidamente la existencia de estos hombres universales y entonces el pensamiento humano, embarcado alegremente en algún puerto de la costa de Jonia, se encontrará perdido en un oscuro, inmenso y embravecido océano.

Al comienzo era el Caos. Con el nacimiento de la ciencia y la filosofía, el hombre fue ordenando el mundo exterior y tratando de averiguar la idea de su Autor, si lo hay. Así apareció el Cosmos, el Orden, la Ley.

Pero el afán de conocimiento desencadena una nueva especie de Caos. Salimos de la ignorancia y llegamos así nuevamente a la ignorancia, pero a una ignorancia más rica, más compleja, hecha de pequeñas e infinitas sabidurías. El mundo que ignoraba Aristóteles era casi nulo: todos los conocimientos de la época cabían en su mente poderosa; no había vitaminas, ni tensores, ni grupos, ni reflejos condicionados, ni geometrías no euclidianas. Pero la ciencia siguió avanzando y cada avance en la ciencia o en la filosofía significó una nueva ignorancia que se incorporaba al espíritu de los profanos. Cada día nos enteramos de que una nueva teoría, un nuevo modelo de universo acaba de ingresar en el vasto continente de nuestra ignorancia. Y entonces sentimos que el desconocimiento y el desconcierto nos invaden por todos lados y que la ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir.

Cita

Correspondencia 1925-1975 / H.Arendt-M. Heidegger, ed. Herder.

Cita tomada de la carta con motivo del cumpleaños número 80 de Martín Heidegger redactada por Hannah Arendt.

-) “El yo pensante no tiene edad, y la maldición y bendición de los pensadores, siempre y cuando sean reales en el pensamiento, es que se hacen mayores sin hacerse viejos.”

El Ápice – Borges

No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramaron

tus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddharta de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.

Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado

y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.

Two English Poems

Two english poems

Borges

I
The useless dawn finds me in a deserted streetcorner; I have outlived the night.
Nights are proud waves; darkblue topheavy waves laden with all the hues of deep spoil, laden with things unlikely and desirable.
Nights have a habit of mysterious gifts and refusals,of things half given away, half withheld,of joys with a dark hemisphere. Nights act that way, I tell you.
The surge, that night, left me the customary shreds and odd ends: some hated friends to chat with, music for dreams, and the smoking of bitter ashes. The things my hungry heart has no use for.
The big wave brought you.
Words, any words, your laughter; and you so lazily and incessantly beautiful. We talked and you have forgotten the words.
The shattering dawn finds me in a deserted street of my city.
Your profile turned away, the sounds that go to make your name, the lilt of your laughter: these are the illustrious toys you have left me.
I turn them over in the dawn, I lose them, I find them; I tell them to the few stray dogs and to the few stray stars of the dawn.
Your dark rich life …
I must get at you, somehow; I put away those illustrious toys you have left me, I want your hidden look, your real smile — that lonely, mocking smile your cool mirror knows.

II
What can I hold you with?
I offer you lean streets, desperate sunsets, the moon of the jagged suburbs.
I offer you the bitterness of a man who has looked long and long at the lonely moon.
I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men have honoured in bronze: my father’s father killed in the frontier of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my mother’s grandfather –just twentyfour– heading a charge of three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.
I offer you whatever insight my books may hold, whatever manliness or humour my life.
I offer you the loyalty of a man who has never been loyal.
I offer you that kernel of myself that I have saved, somehow –the central heart that deals not in words, traffics not with dreams, and is untouched by time, by joy, by adversities.
I offer you the memory of a yellow rose seen at sunset, years before you were born.
I offer you explanations of yourself, theories about yourself, authentic and surprising news of yourself.
I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat.

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Inscripción en cualquier sepulcro – Fervor de Buenos Aires

INSCRIPCIÓN EN CUALQUIER SEPULCRO
No arriesgue el mármol temerario
gárrulas transgresiones al todopoder del olvido,
enumerando con prolijidad
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.
Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla
y el mármol no hable lo que callan los hombres.
Lo esencial de la vida fenecida
-la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del goce-
siempre perdurará.
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.

El Erudito

Cito una vez más “El Arte de Insultar” de Arturo Schopenhauer, editorial Alianza. p.p 73-74

La peluca es el símbolo, bien escogido, del erudito como tal. Adorna la cabeza con una gran masa de cabello ajeno cuando escasea el propio; de la misma manera, la erudición se compone esencialmente de una gran cantidad de pensamientos ajenos, los cuales, por cierto, no la adornan tan bien y naturalmente como aquellos que brotan del origen y del suelo inherentes a uno mismo; ni son tan aplicables a todos los casos ni adaptados a todos los fines; ni están tan arraigados; ni, una vez que han sufrido desgaste, pueden ser inmediatamente remplazados por otros de la misma procedencia.

Para quien estudia con el propósito de comprender las cosas, los libros y las investigaciones son meros peldaños de una escalera con la que se asciende hasta la cima del conocimiento: en cuanto un peldaño ha permitido ascender un paso, hay que abandonarlo. La mayoría de la gente, en cambio, estudia para llenar su memoria y no utiliza los peldaños de la escalera par ascender, sino que los desmonta y se los echa al hombro para llevárselos, alegrándose del creciente peso de su carga. Permanecen siempre abajo, ya que sostienen aquello que debería sosternerlos a ellos.

Científicos de la naturaleza con pretensiones de filósofos

Cita proveniente de “El Arte de Insultar” de Arturo Schopenhauer, editorial Alianza. Edición de Franco Volpi. p.p 55-56

A algunos investigadores de la naturaleza hay que enseñarles que se puede ser un zóologo hecho y derecho, haber recolectado las sesenta especies de simios, y, sin embargo, si aparte de eso no se ha aprendido más que la propia cartilla, no ser, a fin de cuentas, sino un ignorante al que es preciso catalogar como uno más del montón. En la época actual este fenómeo se da, por cierto, con mucha frecuencia: hay gentes que se sienten llamadas a ser las luminarias del mundo, y que han aprendido que su química o física, su mineralogía o su zoología, o acaso su fisiología, pero nada más; embuten en ésta el resto de los otros saberes que ya poseen, es decir, lo que se les quedó adherido de las doctrinas del catecismo que aprendieron en sus tiempos escolares; y cuando creen que estas 2 cosas no encajan bien la una con la otra, se convierten en blasfemos y luego en materialistas superficiales y groseros. […] En general, cualquiera que con un realismo pueril e ingenuo se da así a la tarea de dogmatizar de un día para otro sobre el alma, Dios, el comienzo del universo, los átomos o cosas por el estilo, como si la Crítica de la razón pura hubiera sido escrita en la luna y aún no nos hubiera llegado un ejemplar a la tierra, pertenece a la chusma; enviadlo a la sala de los sirvientes, para que divulgue allí su sabiduría.