“La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas.”
Excerpt From: Jorge Luis Borges. “Otras Inquisiciones”.
El amenazado
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Schopenhauer
“Si a veces me he creído un desdichado, ello se debe a una confusión, a un error. Me he tomado por otro, verbigracia, por un suplente que no puede llegar a titular, o por el acusado en un proceso de difamación, o por el enamorado a quien esa muchacha desdeña, o por el enfermo que no puede salir de su casa, o por otras personas que adolecen de análogas miserias. No he sido esas personas; ello, a lo sumo, ha sido la tela de trajes que he vestido y que he desechado. Quién soy realmente? Soy el autor de El mundo como voluntad y representación, soy el que ha dado una respuesta al enigma del Ser, que ocupará a los pensadores de los siglos futuros. Ése soy yo, y quién podría discutirlo en los años que aún me quedan de vida?”
Cita realizada por Borges en “Historia de los Ecos de un Nombre”, ensayo de “Otras Inquisiciones”.
Sapere Aude
« Sapere aude! Habe Muth dich deines eigenen Verstandes zu bedienen! ist also der Wahlspruch der Aufklärung. »
Ensayo para Librería Madero en su 50 aniversario
“Los Tigres de Arena”
Dedicado a los descendientes del matrimonio Silva Sánchez.
“-No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.”
Los Tigres Azules, La Memoria de Shakespeare, Jorge Luis Borges.
Comencé a leer a temprana edad, supongo, como la mayoría de los niños que reciben la educación básica en nuestro país; interpreté nuestro alfabeto, repetí frases, entrené mis trazos y finalmente logré perpetuar mis reflexiones. Creo desde esa edad entendí que uno construye su identidad a partir del convencimiento y certeza que leer la realidad genera. Dicha sensación mística para algunos no puede contenerse, y por ello, existen algunos humanos que logran desarrollar la sensibilidad suficiente para transformarla en objetos tangibles. De esos objetos que pueden derivar de interpretar el mundo exterior, es la escritura y los objetos que la han sostenido los que han permitido al ser humano conectar las diferentes etapas de su historia y crear así una conciencia colectiva.
Los textos que integran esta edición recogen los sentimientos y significaciones en torno a la acción de captar visualmente un conjunto de símbolos –el alfabeto romano- y transformarlos en impulsos eléctricos que ulteriormente se convierten en memorias. Este procedimiento “oraliza” las ficciones y convierte a los lectores voraces en interlocutores cuyas “vivencias” son peculiares invenciones provenientes de unas cuantas plumas brillantes. Narro esto, para el efecto de intentar describir y convencer a quien me está leyendo, de que algunas fantasías sí logran transformarse en objetos de nuestra realidad. Esto sucede en el momento que determinada obra trasciende la prisión de su soporte –papel y tinta– y encuentra autenticidad en la dimensión de la oralidad: ese gran llano que domina la voz del hombre. Quien siga y comprenda esta noción -me queda claro- es alguien que ha dedicado sus pensamientos y enfocado el uso de sus sentidos en recrear escenarios y sensaciones nacidas en otra época y que permean hasta nuestros días, asumiendo con fervor, que nuestros muertos jamás han sido alegoría del silencio.
En la invitación que recibí de manos de Marcela Silva Sánchez se mencionó la posibilidad de elaborar un ejercicio literario, o simplemente, proyectar mediante un monólogo lo que para el autor representa su relación con el único objeto que fragmenta y aísla el curso del tiempo. Sin alguna justificación extraordinaria me he inclinado por la segunda, puesto que me resulta más fácil cumplir con este honroso compromiso, transformando a escritura lo que resulte de un pequeño ejercicio de introspección literaria.
Comienzo por confesar, que no fui lector –seriamente –durante mi infancia, por ahí sólo concluí algunos textos de Julio Verne y alguna que otra joya de la literatura infantil; en aquel tiempo, estaban homologadas mis horas de juego a las horas que dedicara a leer los libros que me regalaban mis abuelos o mis padres; como siempre, los niños preferimos el placer de la realidad que el de la imaginación, y por ello –y sin arrepentimiento– no saqué provecho de aquellos años mozos en los que se supone es crucial el desarrollo del pensamiento por conducto del dominio del alfabeto y la lengua madre. Fue ya en mi adolescencia tardía que extrañamente encontré refugio en algunos libros para lograr explicarme lo que en aquel momento creía y sentía era para mí el mundo; no el mundo de las ciencias, sino el mundo de las relaciones humanas, el mundo de la voluntad, el mundo de las percepciones, el mundo del hombre y el otro. Fueron primeramente fragmentos de textos filosóficos los que me adentraron en la Lectura; encontré un reto fascinante y placentero en leer fragmentos de sistemas filosóficos así como las biografías de los pensadores que crearon la cultura de Occidente. A la postre este placer me arrastró estudiar algunas de las obras más importantes de la filosofía contemporánea. Hasta la fecha, no he dejado de procurar leer los textos que conforman la historia del pensamiento occidental, este ejercicio me ha satisfecho enormemente y me sorprende que sea aún un número muy pequeño de individuos los que entiendan que esta clase de lectura es la que permite al ser humano sentir la libertad.
En el plano filosófico, mis preferencias intelectuales y sentimentales se inclinan por las obras Jean-Paul Sartre, Ludwig Wittgenstein, Arthur Schopenhauer y Hannah Arendt, estos autores han marcado profundamente mi manera pensar, leer e interpretar la realidad. Alejándome un poco de mis gustos, empero, debo expresar que si se tuviera que escoger sólo un libro para intentar entender el universo, creo, tendría que elegir la Crítica de la Razón Pura, del maestro que nos invitó a atrevernos a saber y abandonar nuestra minoría de edad.
En el microverso de la literatura no son muchos autores los que me he permitido conocer, no me considero una persona con una percepción lo suficientemente amplia como para dejar por aquí un gran listado de autores ilustres. Entre los pocos escritores que he abordado, creo podría depurar mi lista a 3 nombres: Jorge Luis Borges, Umberto Eco y Thomas Mann. A la literatura de Borges le debo en gran parte de lo que soy, Borges es el Único.
En este orden de ideas, debo ahora decir lo que he aprendido gracias a la Lectura, aprendí que uno debe servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro1; que puedo estudiar filosofía o ahogarme, por así decirlo; ¡no porque no amara la vida! No, como lo dije antes, tenía esta necesidad de entender2; que te debo las mejores y quizá las peores horas de mi vida y eso es un vínculo que no puede romperse3; que son felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor4; que mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres5; que la arena de los ciclos es la misma e infinita es la historia de la arena6; y, finalmente, concluí : ¿Para qué hacerse la ilusión de que con el libro que uno acaba de escribir comienzan una era y una época nuevas?7
Así también, entiendo que mi ensayo no abre ni cierra época alguna, ni mucho menos su título será honrado con alguna alegoría. La combinación de palabras es sencilla, cualquier lector borgiano deducirá que me agradan enormemente los relatos “El Libro de Arena” y “Los Tigres Azules”, que me agrada, esa concepción borgiana del tiempo como infinito sin orden, y, que al final, interpreto ingenuamente como una metáfora de un libro de libros cuyas páginas jamás se leerán igual.
Finalmente, coincido con Jaime Labastida en que “los individuos y los pueblos no son sólo su pasado. Individuos y pueblos son, todos, un deseo de futuro”. En el marco del 50 aniversario de la Librería Madero, los individuos que con gusto decidimos aportar algunas líneas a esta linda edición compartimos nuestro pasado con la librería y auguramos que nuestro futuro tampoco estará alejado de la misma. Enhorabuena por estos 50 años y mi reconocimiento para todos los que han colaborado en este noble negocio moreliano.
El español como lengua de conocimiento
-)Las grandes obras de la cultura no sólo expresan la situación social en que se producen ni responden a una supuesta identidad lingüística o nacional. Al contrario, en tanto que las obras mayúsculas de la cultura indican un camino nuevo y desbrozan un terreno inédito, sirven de modelo a la comunidad en donde nacen.
-)Los individuos y los pueblos no son sólo su pasado. Individuos y pueblos son, todos, un deseo de futuro. Cada pueblo, cada comunidad lingüística es aquello que se proponga ser.
-) He dicho, con Sócrates, que ni la filosofía ni la ciencia ni la poesía pueden enseñarse; que ha de ponerse el acento en la creatividad y en la capacidad de invención.
El universo del español, el español del universo, El español como lengua de conocimiento, Jaime Labastida, Academia Mexicana de la Lengua, 2014, citas tomadas de las páginas 38 y 39.
Universo del Español
Universo del Español
Jaime Labastida
Con cuatrocientos millones de hablantes, el español es una de las lenguas más poderosas de nuestro tiempo. El filósofo y poeta Jaime Labastida establece algunos de los pormenores de la hibridación del castellano europeo con las lenguas amerindias y nos entrega la imagen de un idioma rico en historia y en franca expansión.
Permítanme iniciar estas palabras con algunas tesis que, por su misma obviedad, tal vez no requieran de ninguna demostración, al menos por el momento. En todo caso, a medida que avance en su desarrollo, se harán por sí solas palpables.
Primera tesis: el español es una lengua universal; añado: una de las cuatro lenguas universales del planeta.
Segunda tesis: el castellano, en cambio, es un dialecto del español.
Tercera tesis: el castellano se volvió español cuando atravesó el Atlántico y tocó las tierras de América.
Cuarta tesis: el castellano, al hacerse español, se convirtió no sólo en lingua franca para vascos, catalanes, gallegos y castellanos, también se hizo lingua franca para los pueblos amerindios del nuevo continente.
Quinta tesis: en tanto que las lenguas amerindias nos atraen hacia el fondo de nosotros mismos y establecen contacto con nuestra raíz, el español nos pone en contacto con el universo entero.
Nicolás de Cardona, La ciudad y castillo de la Veracruz, 1632
Establecidas de modo provisional las tesis anteriores, preguntemos, ¿en qué consiste el universo del español? Esta palabra, universo, nos obliga a pensar, así sea por un corto tiempo, en su sentido. En rigor, sólo hay un universo, digo, el universo; sólo existe un universo, el cosmos (así lo llamaba Alexander von Humboldt), digo, el orden, el todo, la totalidad. La voz helena κοσμοσ indica orden, el orden bello y, en sus orígenes, acaso el orden correcto en que se organizaban los combatientes para ofrecer la batalla. Sobre todo, indica que todo ha de hallarse en su lugar y que, aun cuando el todo se mueva, su movimiento debe responder a un orden: el ritmo o la sucesión de las estaciones, por ejemplo, la noche y el día, el calor y el frío.
La voz española universo está formada, a su vez, por la unión de dos raíces: unus, palabra que alude a cantidad y designa la unidad, por un lado, y el sustantivo versum, que se deriva del verbo vertere, por otro, que posee el sentido de seguir en una cierta dirección (o de dar vuelta, como el arado traza los surcos). Un orden, un solo y únicosentido de todas las cosas que se hallan en movimiento, eso indica la palabra universo. Por lo tanto, no podría hablarse del universo del español: sólo hay un universo y a él pertenecen todas las cosas, la lengua española incluida. Empero, me atrevo a decir universo del español en sentido lato, o en tanto que significo con este sintagma el espacio que abarca una lengua, la lengua española en este caso. En el mismo sentido, tampoco se podría decir español del universo ni, aún menos, que el español sea una lengua universal: lo he dicho, el universo es uno y sólo uno, el único universo. A pesar de esto, distingo, en filosofía, lo individual, lo particular y lo universal y digo que hay sustantivos universales (diversos y diferentes). Parece que argumentara contra mis propias tesis. No: digo que es posible decir universo del español y español del universo: estos dos sintagmas acotan el sentido original de la palabra universo, y la hacen fiable en el sentido que aquí la uso.
El universo del español está formado por una comunidad lingüística en la que se distinguen diversos dialectos, una rica y variada polifonía. Esta comunidad lingüística se halla dispersa por el planeta: está en las dos orillas del Atlántico y en cuatro continentes. Los hablantes del español habitan en Europa y en América, en África y en las islas de los mares del sur. El noventa por ciento de los hablantes del español vive en América. Por supuesto, el habla de la península ibérica difiere del habla del Río de la Plata y ésta se distingue del habla de México y el Caribe. A pesar de estas diferencias, se puede y se debe hablar de la unidad a un tiempo que de la diversidad del español, digo, de la unidad de lo diverso, ya que, cuando Leibniz elevó el principio de los indiscernibles, hizo saber que no hay, en este mundo, inexorable e incomprensible, eventos exactamente idénticos entre sí y que, en tanto que una “A” es idéntica a sí misma, de igual manera, esta “A”difiere de las restantes “As”. Nada hay estrictamente homogéneo (ni en términos de la lógica ni en la realidad): cada “A”, en tanto que idéntica a sí misma, es, puesto que existe una infinita cantidad de “As”, un compuesto único, semejante a sí mismo y distinto a los demás, digo, una amalgama de elementos heterogéneos. La semejanza de la variedad; la unidad de lo diverso; la identidad parcial entre diferentes: he aquí, pues, una lógica moderna que acaso nos pueda ayudar a entender los problemas que levanto.
Ofreceré algunas cifras y de ellas intentaré extraer ciertas conclusiones, sin duda ninguna provisionales, una vez más.
Así, diré que la comunidad lingüística del español está formada por más de cuatrocientos millones de hablantes, o sea, la suma de los habitantes de 22 (tal vez de 23, 24 y aún más) países en los que se habla la lengua española (en ciertos de ellos en forma minoritaria, como en Andorra, Belice o Guam). Si a tal cantidad le restamos los niños menores de 5 años, es decir, los niños que están en proceso de adquirir el español como su lengua materna, la comunidad lingüística se reduce un tanto y acaso llegue a 330 millones de hablantes. Repito: esa comunidad lingüística está formada por una variedad de hablas y de dialectos, de modo que el español, como el universo, según nos hacía saber Nicolás de Cusa, es una esfera de radio infinito que tiene su circunferencia en todas partes y su centro en ninguno.
Precisaré algunas cifras. Si bien el noventa por ciento de los hablantes del español radica en América, una cuarta parte de esos hablantes es de México o tiene por origen nuestro país. Esto indica que uno de cada cuatro hablantes del español es mexicano y que, por lo tanto, México es, por lo que toca a la masa fónica de sus hablantes, el país que domina la lengua española. No nos engañemos, sin embargo: México es un vasto concierto de sonidos. Los hablantes de las costas tienen acentos que los distinguen de quienes habitan en el altiplano; los del noroeste difieren de quienes habitan la península de Yucatán. Por si lo anterior fuera poco, añado que en diversas regiones de México se advierte la presencia del habla de alguna etnia amerindia, así que el mapa lingüístico del español en el México moderno no es, en modo alguno, homogéneo.
En la actualidad, según los datos que ofrece el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), existe una alta cantidad de hablantes de lenguas amerindias. Se acerca a los diez millones (si se toma en cuenta la totalidad, o sea, pues, sin excluir a los menores de 5 años), de acuerdo con datos que corresponden al año 2005. Querría decir que casi la décima parte de la población de México es indígena, habla una lengua indígena o es hablante bilingüe (de español y náhuatl; de español y maya; de español y purépecha; de español y otra lengua amerindia; o trilingüe: al cruzar la frontera con Estados Unidos, en muchos casos aprende el inglés).
De acuerdo con datos del INALI, en México existen once familias lingüísticas amerindias; 68 agrupaciones lingüísticas (que se corresponderían con el concepto tradicional de lengua) y, por último, 364 variantes lingüísticas. Por consecuencia, me atrevo a levantar una proposición políticamente incorrecta: hoy por hoy, existe en México un número mayor de hablantes de lenguas amerindias que en los días de la conquista y la colonización llevada a cabo por las huestes de Cortés. Empero y al propio tiempo, la población que habla alguna lengua indígena ha disminuido, en relación con la población total del país. Daré cifras redondas: hacia finales del siglo XVIII el 60 por ciento de los habitantes de Nueva España era indígena (tres millones sobre un total de cinco millones de personas). A fines del siglo XIX, la proporción se había reducido y sólo una cuarta parte de la población hablaba una lengua indígena (3 millones 750 mil sobre 15 millones de habitantes, o sea, el 25 por ciento). En cambio, hoy, como lo dije, esta proporción oscila entre el 7 y el 10 por ciento en relación con un total que ya supera los 110 millones de personas. Cifras, desde luego, inciertas: difieren los datos del censo de 2010 de los que ofrece el INALI, los más confiables.
Volvamos atrás. Según algunos demógrafos estadounidenses, el total de la población originaria de lo que se da en llamar Mesoamérica (espacio que va del sur del actual estado de Sinaloa a Guatemala y Honduras), era de 25 millones (cantidad que el país alcanza sólo hacia 1940). Sin embargo, cuando se hace el primer conteo de la población amerindia (aproximado, desde luego), treinta años después de la conquista de México-Tenochtitlan, se alcanza la cifra de dos y medio millones de habitantes. ¿Cómo explicar la diferencia abismal entre una cifra y otra? ¿Por qué en escasos treinta años la población disminuyó en el noventa por ciento? De ser cierta esta tesis, la población amerindia de Nueva España no habría sido diezmada sino brutalmente aniquilada: habrían muerto no una sino nueve de cada diez personas en un lapso en extremo corto. Lo pongo en duda: mortandad semejante no se ha producido ni siquiera en las grandes guerras mundiales del siglo XX.
¿Cómo pudo haber tantos muertos? Se acude como explicación viable a la epidemia de viruela, traída por los españoles a Nueva España: está documentada la muerte de Cuitlahuac, penúltimo tlahtoani (o cacique, para usar la voz caribe) del señorío mexica, como efecto de la viruela. Pero ese dato, ¿basta como prueba? (Se olvida que América proporcionó a Europa la sífilis, enfermedad más violenta que la viruela). También se sostiene que murió una gran cantidad de indígenas, porque fueron obligados a trabajar en las minas. Ni siquiera me atrevo a ponerlo en duda. Empero, eso demostraría que murieron varones adultos, nunca mujeres ni niños.
Anónimo, Cempoala, 1580
De igual manera, se nos ha dicho que la población de la ciudad de México-Tenochtitlan llegaba a la cifra de 300 mil habitantes, sin que se pueda explicar de qué modo podría caber ese enorme número de habitantes en el pequeño islote del lago, de apenas nueve hectáreas y media y que estaba ocupado en su mayor parte por el gran teocalli(casa del dios): una vasta plaza rectangular en cuyo centro se elevaba la pirámide de Huitzilopochtli (Colibrí zurdo o Colibrí de la mano izquierda) y Tezcatlipoca (Espejo humeante). Lo cierto es que los miembros de la etnia mexica, en su mayoría, se dedicaban a la agricultura y habitaban las riberas del lago, en casas elevadas al lado de sus sementeras. Es necesario decir que la Ciudad de México sólo alcanzó la suma de 300 mil habitantes al inicio del siglo XX, una vez desecados los lagos y con edificios de varias plantas. La ciudad de México-Tenochtitlan era, en la realidad, además del centro ceremonial y ritual del pueblo mexica, un gnomon, un vasto reloj astronómico que indicaba con toda exactitud el tiempo de los solsticios y los equinoccios: el templo mayor y las pirámides que lo rodeaban fueron hechas de acuerdo con el movimiento aparente del Sol en la bóveda celeste: su encuadre era perfecto, según lo muestra la investigación arqueoastronómica reciente.
El espacio sagrado del templo era determinado por el muro rectangular: límite del recinto en exacta correspondencia con la bóveda celeste: se sobreponían tres espacios; la superficie de la Tierra (tlaltípac), el cielo y el inframundo. ¿Debo recordar que el trazo del templum romano era hecho por el augur, para separar el espacio sagrado del profano? El espacio sagrado del centro ceremonial de México-Tenochtitlan, como el de cualquier otra gran ciudad mesoamericana, era trazado por el sacerdote, igual como se hacía en los pueblos de Europa (en Grecia y en Roma) en etapas homotaxialmente semejantes a las que se corresponden con el desarrollo de los pueblos mesoamericanos.
Lo que estimo probable es que la población total de Mesoamérica alcanzara unos dos millones y medio de personas, según he dicho; que la etnia mexica llegara a 50 mil personas; que en el centro ceremonial de México-Tenochtitlan se alojaran funcionarios, sacerdotes y familiares del tlahtoani (el que habla con autoridad, el señor, el cacique) en una cantidad cercana a las dos mil personas, ya que el cultivo del maíz en Mesoamérica proporcionaba media tonelada por hectárea (ahora existen predios agrícolas altamente tecnificados que dan 18 toneladas por hectárea). Insisto: el país tuvo 25 millones de habitantes sólo hacia los años cuarenta del siglo XX, ya con mejores técnicas de cultivo.
¿Adónde quiero conducir mis argumentos? Hablo desde un cierto espacio no sólo geográfico sino lingüístico. Mi lengua materna es el español, sin duda, pero es el español de México, lleno de matices que vienen lo mismo del indoeuropeo que de las lenguas yuto-nahuas o de las lenguas del Caribe. Fenómenos que provocaron un fuerte impacto a los europeos en el Caribe entraron en el español: incorporados a nuestra lengua, aún se guardan en ella. Voces de las islas (pongo por caso, maíz, canoa, piragua, bohío, cacique, huracán, hamaca) pertenecen a la lengua española que nos es común. A su vez, voces de la lengua quechua se incorporaron al español de América del Sur y arraigaron en el Río de la Plata. Por ejemplo, en Argentina se usa una palabra quechua, tambo, para designar lo que en otros países americanos recibe el nombre de establo; la estepa se llama pampa, voz quechua también; la granja es chacra, otra voz quechua. Un arcaísmo, que se deriva del latín, nombra en Argentina lo que en el resto de la América hispánica se llama rancho o, llanamente, lugar: pago (de pagus, aldea, voz que produjo pagano: campesino o aldeano que se resistía a la cristianización). Pago no se usa en ningún otro país de América, hasta donde sé, pero se guarda en la península ibérica como nombre propio de estancias: por ejemplo, Pago de Carrovejas. En México existe en forma de apellido: Pagés. El desarrollo de las lenguas sigue cauces extraños. De pagus se formó, en el francés, pays; del francés lo adoptó el español: produjo país, paisano y paisaje. En México, profesores y alumnos escriben sobre pizarrón, con gis (del latín gipsum y éste, a su vez, del griego γυψοσ, yeso; en cambio, en España se utiliza la voz tiza, de origen náhuatl (que viene de tiçatl, greda). En Argentina, tal vez por derivación desde la península ibérica, también se escribe con tiza: un préstamo del náhuatl que ha cruzado dos veces el Atlántico, en un sentido y en otro.
Las relaciones entre los pueblos hispanoparlantes han evolucionado en una dirección muy clara en los años recientes. Tras de la independencia de América, la Real Academia Española (que el próximo año habrá de cumplir su tercer siglo de vida: fue fundada en 1713) promovió la formación de academias correspondientes en el continente americano. En 1951, la Academia Mexicana de la Lengua convocó al I Congreso de Academias de la Lengua Española, con los auspicios del gobierno de la República. De allí nació la Asociación de Academias de la Lengua Española, que en el 2014 habrá de celebrar, en México, su XV Congreso. A partir de entonces, los vínculos entre las academias conocieron un giro decisivo: ahora los acuerdos se adoptan por consenso y las academias se hallan en un plano de igualdad. Desde luego, es necesario reconocer que la RAE es primus inter pares y que es reconocida como nuestra hermana mayor. Así, quisiera agregar que la Academia Mexicana de la Lengua ha puesto en marcha el proyecto llamado Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (CORDIAM), que se propone indagar por la evolución del español americano, desde finales del siglo XVI hasta el día de hoy y desde Chile y Argentina hasta México y Estados Unidos. Hace poco más de treinta años, la RAE inició un proyecto semejante (CORDE), que rastrea la evolución del español en la península ibérica: es el ejemplo que ahora seguimos. CORDIAM es coordinado por Concepción Company, académica de número de nuestra corporación y en esa tarea la acompaña Virginia Bertolotti, investigadora uruguaya.
Lo que intento poner en relieve es que la lengua española se enriqueció con las aportaciones de las lenguas amerindias y que éstas, a su vez, se contaminaron rápidamente con las voces y el régimen del español. Surgió una fusión de voces y una confusión semántica que produjo palabras y formas de pensamiento inéditas. Pronto, en Nueva España surgió una profusión de topónimos en los que se unieron las palabras españolas con las amerindias. Nació de súbito un conjunto de nombres del santoral cristiano asociados a voces nahuas, mazahuas, zapotecas. Los lugares fueron rebautizados por los frailes y hubo un San Juan, pero con apellido náhuatl: San Juan Teotihuacan. Se multiplicaron los pueblos con el nombre del santo patrón de España unidos a un apellido amerindio; así se ubican con precisión un Santiago Yeche, un Santiago Ixcluinta, un Santiago Atenco. También nacieron un San Miguel Zapotitlán, un San Miguel de Culiacán, un San Pedro Tlaquepaque, un San Nicolás Totolapan, un San Andrés Tuxtla, un San Bartolo Naucalpan. Las voces nahuas, por regla general de acentuación grave, se volvieron agudas o esdrújulas. Teotihuacan se dijo Teotihuacán; Coyohuacan se volvió Coyoacán; Mexco (Meshco) se hizo, a los pocos años, México (lo hallamos en el poema de Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, en un endecasílabo yámbico perfecto, acentuado en la sílaba sexta: “De la famosa México el asiento…”).
Los españoles convirtieron voces nahuas que no les era posible pronunciar en otras palabras, extrañas: Cuauhnahuac (Junto al sitio del águila) se transformó en un topónimo aceptable para el habla de los peninsulares y se dijo Cuernavaca; el dios solar del panteón mexica, Huitzilopochtli (lo dije: Colibrí de la mano izquierda o Colibrí del Sur)se volvió un incomprensible Huichilobos; el nombre del último tlahtoani del señorío mexica, Cuauhtemoc (Águila que desciende, Sol del atardecer), se hizo Guatimozín; Motecuhzoma (Señor airado) fue transformado en Montezuma (así los escriben, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo o en Cartas de Relación, Hernán Cortés). Se advierte: los españoles no repararon en la carga semántica de las voces que oían, sino tan sólo en su fonía. De tal suerte, la cultura y la religión, la cosmovisión de los pueblos amerindios se les ofreció en bloque como una realidad demoniaca o idolátrica. Apenas un Andrés de Olmos o un Bernardino de Sahagún fueron capaces de captar, admirar y desde luego combatir los valores simbólicos y semánticos de los códices. A la mayor parte de los conquistadores les fueron vedados los valores míticos de la cultura náhuatl.
Había de ser así: la nueva realidad americana fue asimilada a la realidad que los conquistadores conocían y que les era familiar, tanto desde el punto de vista de la cultura como de su posibilidad fónica. Cortés denomina siempre a las pirámides y los templos mexicas con una de estas dos voces: los llama cúes, palabra que viene del Caribe o los designa con otra palabra, sin duda alguna sintomática: mezquitas. Los rituales mexicas fueron asimilados a lo extraño, a lo enemigo y se identificaron con la religión musulmana. Por eso debían ser suprimidos.
Pedro de San Agustín, Culhuacán,Tláhuac, Distrito Federal, 1580
¿Hacia dónde voy? ¿A qué lugar conduzco mis argumentos? Pertenezco a un topos lingüístico determinado. Ya dije que era un hablante del español; añado que, por lo mismo, hablo una lengua universal. Sin embargo, hablo esa lengua desde un lugar (geográfico y lingüístico) preciso: el dialecto mexicano del español. Indico de este modo que mi habla está contaminada por una realidad cultural específica. Soy occidental del Extremo Occidente, no cabe duda. Esto significa, al menos para mí, que la lengua en la que me expreso es una lengua universal, llena de matices, que provienen de mi condición americana. Diré más: la lengua española me pone en contacto con todos los hablantes al otro lado del Atlántico y con mis hermanos de la América hispana. Por si lo anterior fuera poco, el español me comunica con el mundo: el español es una de las cinco lenguas oficiales de la ONU y de la UNESCO. El español de México es, además, la lengua en la que se comunican los amerindios entre sí, en la medida en que les resulta imposible adquirir 68 lenguas diversas.
Ahora bien, conviene decirlo, existen diferentes maneras de establecer una fusión, especialmente en el caso de las lenguas y las culturas. No se produce nunca, en estos casos, una mera suma de elementos opuestos. En la medida en que lengua y sociedad, lengua y cultura, son organismos vivos y en constante movimiento; en la medida en que aquello que se recibe se asimila en un cuerpo y una cosmovisión determinadas (determinadas en última instancia por el poder mismo del lenguaje), cada producto de cultura y de lenguaje asume características propias.
En el gran tronco de la cultura occidental en el que nos insertamos, hoy, los hispanoparlantes del México moderno, se presentan profundas diferencias en los sistemas de fusión cultural. Por una parte, los hispanohablantes mexicanos hemos asimilado algunos aspectos del habla y la cultura de los pueblos amerindios. Eso se advierte igual en nuestra cocina que en nuestras formas de expresión. En un viejo texto, he dicho que el grafema x representa en México varios fonemas, a diferencia de lo que sucede en otros países hispanoparlantes; que, por lo tanto, es un síntoma que, como todo síntoma, revela algo que estaba oculto. Así, el grafema x reproduce, en México, cuatro fonemas distintos; por un lado, el sonido tradicional que une la κ (kappa) y la σ (sigma), en voces de origen latino: éxito, examen, extraño; por otro, el fonema fricativo sordo del grafema s, como en el topónimo de Xochimilco (Lugar de flores); en tercer lugar, el fonema que en el inicio reproducía el sonido complejo o doble sh: pongo por caso el topónimo Xola (se dice Shola), o el gentilicio mexica (se dice meshica); por fin, el fonema velar, sordo y fricativo que se asimila a la j (jota), en voces como México (Méjico), Xavier (Javier), Oaxaca(Oajaca) o Xalapa (Jalapa).
En la primera mitad del siglo XVI, los frailes reprodujeron, con el grafema x, el valor del fonema complejo sh. Si hoy se dice México, por aquel entonces se decía Méshico o, mejor, Meshko. Por esto, el grafema x en el nombre de México constituye un síntoma, revelador tal vez, de la cultura mexicana actual: en un 15 por ciento, el habla y la cultura amerindia fue asimilada por los hispanoparlantes del México moderno.
Ocurre lo inverso entre los pueblos amerindios. En ellos, la lengua española y su cultura se incrustan en cierta proporción, variable según el caso, en su sentido del mundo y en su habla. Coras y huicholes, por ejemplo, celebran la Semana Santa cristiana. Pero su manera de celebrarla, en un templo edificado al estilo occidental en el que están ausentes los sacerdotes católicos, nada tiene que ver con el ritual de la pasión de Cristo. Lo que se celebra es el nacimiento y la muerte del Cristo-Sol, perseguido por los astros: el ritual es semejante al que ocurría en el templo mayor de México-Tenochtitlan, cuando los Centzonhuitznahuac (los Innumerables del Sur, o sea, los astros) perseguían al Sol, es decir, a Huitzilopochtli, para darle muerte. El fenómeno es ritual: todos los días, el Sol muere al anochecer. A la inversa, todos los días, al amanecer, el Sol degüella a su hermana, Coyolxauhqui, la Luna, y mata a sus hermanos, los astros, a los que se les da el nombre de Innumerables del Sur. Coras y huicholes desean que el mundo siga vivo; por esa causa lo alimentan con la sangre de aves y otros animales. Lo propio ocurría en la cosmovisión mesoamericana. Lo que intento subrayar es que ciertos rasgos de la cultura occidental y cristiana se incorporaron al tronco mental de los pueblos amerindios, vivos todavía, mientras que, a la inversa, algunos aspectos de la cultura y el habla mesoamericana han sido asimilados al carácter y el habla de los hispanohablantes mexicanos modernos.
Pondré ejemplos sencillos, relativos a la cultura culinaria y el vestido. Los pueblos mesoamericanos, en la época prehispánica, disponían de tres maneras de separar (me valdré de los términos de Claude Lévi-Strauss) lo crudo y lo cocido, la naturaleza y la cultura: los alimentos (las carnes y las verduras) se hervían (o se cocían en agua); se asaban directamente en el carbón o el fuego o, por último, se ponían en hornos de tierra, cubiertos con piedras, ramas y leña. Los pueblos de la América prehispánica no usaban grasas, ni vegetales ni animales. Hoy, en cambio, las usan con profusión: han asimilado ese rasgo de la culinaria europea. Lo mismo sucede con su vestimenta. Por ejemplo, en los Altos de Chiapas, tzeltales y tzotziles, hablantes de lenguas derivadas del maya clásico, se visten con ropas de lana, que desde luego proceden de borregos, animales europeos que eran desconocidos por los americanos originales.
Veamos ahora lo que sucede en otro espacio cultural americano, en el Perú. Allí hallamos un fenómeno lingüístico y cultural, semejante al que he descrito en la Nueva España. El caso tal vez más relevante sea el que corresponde a un autor que no sé si llamar cronista, historiador o mitólogo, Phelipe Guaman Poma de Ayala. Para entender cabalmente lo que hallamos en su libro, extraordinario por tantos conceptos, Nueva coronica i buen gobierno, escrito en los años que corren de 1583 a 1615, es necesario acudir a un sistema de comparaciones. El cosmos descrito por Guaman Poma es similar al que encontramos en el Génesis bíblico, por una parte, y en el Mito de los Cinco Soles, de la cultura náhuatl, por otra.
Anónimo, Mapa de la Sierra Gorda y Costa del Seno Mexicano, 1792
Guaman Poma es un indio, ladino o latino, que escribe en el español del siglo XVI; desde un ángulo étnico, es un quechua puro, occidentalizado empero desde el ángulo cultural. Hispanizado e híbrido, Phelipe Guaman (halcón) Poma (puma, león americano) de Ayala domina el español. Su libro es un códice híbrido o mestizo: en sus páginas impares hay siempre un dibujo que acusa influencia de la perspectiva occidental; en sus páginas pares, un texto habla los dibujos. Cada página de texto traduce o dice el dibujo. Así como, a la vista del códice náhuatl, se desata el torrente verbal del tlamatini (el sacerdote o sabio mexica que recita lo que está “escrito” en la pintura), los dibujos de Guaman Poma desatan la memoria de quien los escribe; esos relatos poseen vida: tienen la misma función de los quipus incaicos y de los códices: desatar el torrente verbal del sabio, que recuerda el himno sagrado.
El texto de Guaman Poma guarda una estricta semejanza estructural con el mito nahua de los Cinco Soles. Nueva coronica i buen gobiernose abre, tras la carta a Su Majestad, Felipe III y el prefacio, con el relato de la creación del mundo. En ese punto sigue la secuencia del Génesis bíblico y se apoya en el Viejo y en el Nuevo Testamento. Si se limitara a la repetición servil de la Biblia, el relato de Guaman Poma carecería de interés; pero no es así. Desde las primeras páginas, se halla en el texto del cronista incaico algo insólito. Guaman Poma interpreta la creación que se halla en el Génesis (la creación del mundo y la creación del hombre) mediante un sincretismo, con las categorías propias o con las estructuras mentales de la cultura quechua, de la que proviene.
No existe allí narración lineal de los hechos, como en la Biblia; la diégesis es alterada y las cosas ocurren de acuerdo con cinco etapas(cinco soles). Aunque en el texto se diga que “Dios crió al mundo en seys días” y se repita lo mismo que en el Génesis hebreo, inmediatamente después se expresa en términos míticos, digo, en los términos de la mitología incaica. Los “seys días” bíblicos se vuelven cinco eras cosmogónicas. Describe “El primer mundo / Adán, Eva… en el mundo” y añade que fue “la primera generación del mundo”. Luego llega “El segundo mundo / de Noé” y en esa “segunda edad del mundo” hubo “tenblor de la tierra y el toruellino que trastornaua los montes” y “siguiose aquel ayre delgado en que uenía Dios”. Luego llega la “Tercera edad del mundo”, que va “desde Abrahán”; la “Quarta edad” inicia “desde el rrey Dauid”. Por último, y no podía ser de otro modo, se llega a la “Quinta edad del mundo”, que arranca “desde el nacimiento de Nuestro Señor y Saluador Jesuchristo”. A partir de esta quinta y definitiva edad, situada en el orbe europeo, el relato se desarrolla según la cronología romana: César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón… Sin embargo, en esta historia surge una cierta, una leve torsión de sentido: no sólo nace Jesucristo sino, dice Guaman Poma, “En este tiempo de las Yndias desde el primer Inga Manco Capac rreynó y comenzó gobernar sólo la ciudad del Cuzco”.
Lo que intento destacar es la asombrosa fusión de la cosmovisión inca y la cultura occidental. Se trata del caso más claro de una mentalidad híbrida, española y amerindia a la vez. El relato bíblico avanza en paralelo completo con el relato de la generación en “las Yndias”. Un relato sucede en la Europa pre y postcristiana; el otro, desde luego, en Perú. La “Primer generación de yndios” será la de Uari Uira Cocha Runa (el “primer yndio de este rreyno”), que coincide con “los que salieron del arca de Noé”. La “Segunda edad de yndios” será la de Uari Runa; la tercera, la de Purun Runa; la cuarta, la de Auca Pucha Runa y la quinta habrá de corresponder al señorío de los incas.
La narración mítica del Génesis bíblico es asimilada por Guaman Poma a las estructuras, míticas también, del pensamiento quechua, acaso sin que él mismo lo advierta del todo. Tanto en la Biblia cuanto en el relato de Guaman Poma, igual en Europa que en Perú, hallamos cuatro etapas, previas, de la formación del mundo, hasta que llegamos a la quinta y definitiva (como sucede en el mito náhuatl de los Cinco Soles). El cronista quechua organiza la sucesión de las generaciones bíblicas de manera que obtiene un resultado insólito: hacer que el quinto Sol o quinta edad en el desarrollo del cosmos coincida con el nacimiento de Jesucristo que, a su vez, coincide, en el Cuzco, con el señorío civilizatorio de los Incas. Así, Guaman Poma sobrepone dos generaciones y dos espacios míticos por completo distintos: de un lado, el europeo; de otro, el americano, el inca. Esa extraña “quinta edad” que se da en Europa cuando nace Jesucristo se enlaza con la quinta edad del Cuzco, cuando Colón llega a tierras americanas y los españoles dan muerte al Inca Atahualpa. En ese momento, Guaman inicia otro relato, con la “nueva creación del mundo”, o sea, con la creación incaica, la creación mítica del mundo.
Hacia el final de este libro monumental, hallamos algo que no puede menos que provocar un inmenso asombro: un “Mapa Mundi de las Yndias”. En él, “todo el rreyno” de los Incas se divide en cuatro partes más un punto central, el ombligo, el axis mundi: ese centro simbólico es la ciudad de Cuzco. El Mapamundi semeja una isla enorme trazada desde los ojos del Sol, quiero decir, desde el oriente. Si lo vemos con mirada occidental, en la parte superior se halla, como he dicho, el oriente (no el norte): allí se sitúa “arriua a la montaña hacia la Mar del Norte Ande Suyo”. A la izquierda del punto oriental, se halla por lo tanto la región sur: “donde naze el sol a la mano esquierda hacia Chile Colla Suyo”. Luego, “A la mano derecha al poniente del sol”, en el punto cardinal que corresponde al norte, está Chinchay Suyo y, por último, al poniente, hacia el océano Pacífico, “hacia la Mar del Sur Conde Suyo”. El conjunto, las cinco porciones de la superficie terrestre o el ”Rreyno de los Incas”, se llama Tawantin Suyo. Esta visión mítica del mundo, este mapamundi que tiene por centro simbólico al Cuzco, corresponde a la visión mítica de los mesoamericanos, tal como la encontramos en el mito de los Cinco Soles. Advierto que el mapamundi de Guaman Poma guarda una estrecha relación con la Piedra del Sol o Calendario Azteca. En ambos, todo está visto desde los ojos del Sol: el Sol, Huitzilopochtli, un ser viviente, sale de las fauces de la Tierra, y nos acecha. La Piedra del Sol es un organismo vivo; no es una escultura que el espectador occidental observa; es, ella, un ser que vive: el Sol nos mira y desde su mirada, el oriente, desde donde nace día con día, nos acecha y sube al cenit, que es también la cúspide de la pirámide.
Nosotros, americanos hispanoparlantes, somos herederos de una cultura híbrida que, sin embargo, busca integrarse al espacio global de nuestro planeta. El español es una lengua universal no sólo por el número de sus hablantes. Disputa con el inglés ser la segunda lengua del planeta, después del mandarín. El español es una lengua universal, por encima de otros rasgos porque, en el concierto mundial de las lenguas que hay en la Tierra (más de 3 mil según estadísticas recientes), es una lengua escrita y posee una gran literatura. Existen 78 lenguas que disponen de un sistema de escritura, alfabético o no, entre las miles que pueblan el planeta.
La reproducción gráfica del sistema articulado de sonidos que constituye la lengua proporciona lo mismo ventajas que desventajas. El tránsito de la oralidad a la escritura no ha hecho que ésta desaparezca. Por el contrario, los seres humanos nos comunicamos aún por medio de vastos sistemas orales. Pasar de la oralidad a la escritura ha hecho que el pensamiento se vuelva rígido, que pierda los matices propios de la expresión oral (acentos, gestos, movimientos enfáticos de manos, labios y rostro), pero también le ha dado un carácter sólido y permanente, que nos ha permitido conservar expresiones que, antes, sólo podían ser guardadas en la memoria, traidora siempre y oscilante. De las aladas palabras que recogía Homero, aquellas voces que salían del cerco de los dientes, hemos avanzado hasta vincular el sonido y la grafía. Lo que avanzaba por el aire y se perdía en el aire, ha podido ser transformado en signo plástico: el tiempo se ha congelado y se ha vuelto espacial.
Consideremos lo siguiente. El español posee 400 millones de hablantes en números redondos; el portugués tiene 300. Empero, la lengua portuguesa sólo ha obtenido, y en fecha reciente, un Premio Nobel de Literatura José Saramago); el español, en cambio, ha recibido el 10 por ciento de los premios Nobel de Literatura (once sobre 110). Nada importa que unos sean peninsulares y otros americanos: todos ellos pertenecen y se expresan en el español del universo. En este sentido, el español es una lengua universal. Mi español, mi dialecto mexicano del español me hace entrar en contacto con el universo, el universo de una lengua que se halla en total expansión.
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Texto leído en el Encuentro Cantabria Campus Nobel de la Universidad de Cantabria y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, España, el 13 de junio de 2012
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=14&art=292&sec=Art%C3%ADculos#subir
Sherlock Holmes
Jorge Luis Borges
No salió de una madre ni supo de mayores.
Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.
Está hecho de azar. Inmediato o cercano
lo rigen los vaivenes de variables lectores.
No es un error pensar que nace en el momento
en que lo ve aquel otro que narrará su historia
y que muere en cada eclipse de la memoria
de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.
Ese hombre tan viril ha renunciado al arte
de amar. En Baker Street vive solo y aparte.
Le es ajeno también ese otro arte, el olvido.
Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca
y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.
El hombre solitario prosigue, lupa en mano,
su rara suerte discontinua de cosa trunca.
No tiene relaciones, pero no lo abandona
la devoción del otro, que fue su evangelista
y que de sus milagros ha dejado la lista.
Vive de un modo cómodo: en tercera persona.
No baja más al baño. Tampoco visitaba
ese retiro Hamlet, que muere en Dinamarca
que no sabe casi nada de esa comarca
de la espada y del mar, del arco y de la aljaba.
(Omnia sunt plena Jovis.(*) De análoga manera
diremos de aquel justo que da nombre a los versos
que su inconstante sombra recorre los diversos
dominios en que ha sido parcelada la esfera.)
Atiza en el hogar las encendidas ramas
o da muerte en los páramos a un perro del infierno.
Ese alto caballero no sabe que es eterno.
Resuelve naderías y repite epigramas.
Nos llega desde un Londres de gas y de neblina
un Londres que se sabe capital de un imperio
que le interesa poco, de un Londres de misterio
tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.
No nos maravillemos. Después de la agonía,
el hado o el azar (que son la misma cosa)
depara a cada cual esa suerte curiosa
de ser ecos o formas que mueren cada día.
Que mueren hasta un día final en que el olvido,
que es la meta común, nos olvide del todo.
Antes que nos alcance juguemos con el lodo
de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.
Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
y la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer en un jardín o mirar la luna.
El Arquero, el Blanco y la Flecha
Octavio Paz
Respuesta a la pregunta ¿qué es Ilustración?
Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración. La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de Federico”.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.
Immanuel Kant