Wittgenstein

What do I know about God and the purpose of life?
I know that this world exists.

That I am placed in it like my eye in its visual field.
That something about it is problematic, which we call its meaning.
This meaning does not lie in it but outside of it.
That life is the world.
That my will penetrates the world.
That my will is good or evil.
Therefore that good and evil are somehow connected with the meaning of the world.
The meaning of life, i.e. the meaning of the world, we can call God.
And connect with this the comparison of God to a father.
To pray is to think about the meaning of life.

  • Journal entry (11 June 1916), p. 72e and 73e

Cita

Un pedante es un estúpido adulterado de estudios. – Miguel de Unamuno-

Cita

“Death is not an event in life: we do not live to experience death. If we take eternity to mean not infinite temporal duration but timelessness, then eternal life belongs to those who live in the present. Our life has no end in the way in which our visual field has no limits.”
— Wittgenstein, Tractatus, 6.431

Rebelde

“Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta”. Albert Camus en El Hombre Rebelde

Prólogo al Tractatus Logico-Philosophicus

TRACTATUS LOGICO-PHILOSOPHICUS

Dedicado a la memoria de mi amigo David Pinsent

Motto:… y todo lo que se sabe y no se ha oído meramente como rumor o murmullo, puede decirse en 3 palabras. Kürnberger

Este libro sólo será entendido quizá por quien alguna vez haya pensado por sí mismo los pensamiento que en él se expresan o, al menos, pensamientos parecidos. No es éste pues un libro que pretenda sentar doctrina. Su objetivo lo alcanzaría si procurase placer a quien lo leyera comprendiéndolo.

El libro trata de los problemas de la filosofía y muestra – según creo- que el planteamiento de estos problemas descansa en una mala comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. De alguna manera, todo el sentido del libro podría condensarse en las siguientes palabras: lo que en cualquier caso puede decirse, puede decirse claramente; y de lo que no se puede hablar, hay que callar la boca. 

El libro quiere trazar un límite al pensar o, mejor dicho, no al pensar sino a la expresión de los pensamientos; porque, para trazar un límite al pensar, tendríamos que poder pensar ambos lados de ese límite (tendríamos que pensar lo que no puede pensarse.)

Por ello, el límite sólo podrá trazarse en el lenguaje y lo que está al otro lado del límite será, simplemente, un sin-sentido.

No quiero juzgar hasta qué punto mis esfuerzos coinciden con los de otros filósofos. De hecho, lo que he escrito aquí no tiene aspiración alguna de novedad en sus detalles; y la razón por la que no indico fuente alguna se debe a que me resulta indiferente si lo que he pensado ya había sido pensado con anterioridad por algún otro.

Sólo quiero mencionar que debo a las grandiosas obras de Frege y a los trabajos de mi amigo Bertrand Russell una gran parte del estímulo que ha alimentado mis pensamientos.

Si este trabajo tiene algun valor, éste consiste en dos cosas. La primera de ellas es que en él se expresan pensamientos, y este valor será tanto mayor cuanto mejor expresados estén. Tanto mayor será cuanto más se haya remachado el clavo. En este punto, soy consciente de haberme quedado muy por debajo de lo posible. Simplemente porque las fuerzas de que dispongo para cometer la tarea son demasiado reducidas.

Ojalá vengan otros que lo hagan mejor.

En cambio, me parece que la verdad de los pensamientos de los que se da cuenta aquí es intocable y definitiva. Soy por ello de la opinión de que, en lo esencial he resuelto los problemas de modo indiscutible. Y si no estoy equivocado en esto, la segunda cosa de valor que hay en este trabajo consiste en mostrar cuán poco se ha conseguido una vez que estos problemas se han resuelto.

L.W

Viena 1918

 

Prólogo al Concepto de la Angustia (Soren Kierkegaard)

A juicio mío, quien se disponga a escribir un libro hará muy bien en tener consideradas de antemano todas las diversas facetas del asunto que quiere tratar. Tampoco estará nada mal que , en cuanto ello sea posible, entable conocimiento con todo lo que hasta la fecha se haya escrito sobre el mismo tema. Y si nuestro escritor en ciernes se topa por este camino con alguien que de una manera exhaustiva y satisfactoria haya tratado una que otra parte del asunto, entonces hará muy bien alegrarse como se alegra el amigo del Esposo, quedándose parado y escuchando con toda atención la voz de éste. Hecho lo cual, con mucha calma y con el entusiasmo propio del enamoramiento, que siempre busca la soledad, ya no necesita más. Nuestro escritor se pone definitivamente a escribir su libro, lo hace con el primor característico del pájaro que canta su canción -si hay alguno que saque provecho o encuentre placer en él, entonces miel sobre hojuelas-, y lo edita sin mayores cuidados y preocupaciones, aunque también sin darse la menor importancia, pensando, por ejemplo, que ha agotado todo el asunto o que todas las generaciones de la tierra han de ser benditas por su dichoso libro. Porque cada generación tiene su tarea y no necesita cohibirse con la extraordinaria empresa de pretender serlo todo para las generaciones pasadas y las venideras. Y cada individuo, dentro de la respectiva generación, tiene su propio afán -como también lo tiene cada día- y le basta y le sobra cuidarse de si mismo, no necesitando para nada abarcar toda la contemporaneidad con su paternal y pueblerina preocupación. ¿Para qué hacerse la ilusión de que con el libro que uno acaba de escribir comienzan una era y una época nuevas? Claro que sería una cosa todavía mucho peor  el anunciar ese natalicio con la fogosidad artificial de las promesas escritas en un libro; o con las anchas perspectivas, no menos prometedoras, de su enorme significado; o, finalmente, dando seguridades sin cuento para encarecer la cotización de un valor dudoso! Desde luego, no todos los que tienen anchas espaldas son por ello un mismo Atlas, no tampoco han llegado a serlo por el hecho de haberse echado encima de ellas todo un mundo. No todos los que dicen: ¡Señor, señor!, entrarán solo por eso en el Reino de los cielos; ni todo el que se ofrece a salir fiador por la contemporaneidad entera ha demostrado con ello que es un hombre solvente y responsable; ni tampoco todos los que exclaman: “bravo”, “bravísimo” y demás gritos estentóreos han dado pruebas con ello de que se han comprendido a sí mismos y que saben medir el alcance de su admiración.

En lo que concierne a mi pobre persona, he de confesar con toda sinceridad que en cuanto autor soy como un rey sin reino, aunque también es verdad que en cuanto tal, con temor y mucho temblor, jamás me he hecho ninguna ilusión ni he reclamado nada. Por esta razón, si a una noble envidia o a una crítica celosa les parece un exceso de mi parte el que lleve un nombre latino, entonce lo cambiaré con mucho gusto y me llamaré, por ejemplo, Christen Madsen. Lo único que deseo es que se me considere como un profano, el cual especula, desde luego, pero manteniéndose a pesar de todo muy lejos de la especulación, por más que personalmente sea un gran devoto de su fe en la autoridad …, algo así como los romanos eran tolerantes en su religiosidad. ¡Eso sí, en lo que respecta a la autoridad humana, soy un fetichista y con igual fervor adoro a quienquiera que se presente, con tal de que a bombo y platillo se haga públicamente notorio que semejante individuo es al que tengo que adorar y que fuera de él no hay otra autoridad ni otro “Imprimatur” en el año en curso! Lo que no entra en mi cabeza es cómo ha podido llegarse a tal decisión, ya sea que se haya verificado echando a suertes o por votación, ya sea que la misma dignidad se haya turnado de un individuo a otro, de modo que quien en un momento dado ostenta la autoridad venga a ser una especie de representante civil dentro de un tribunal de conciliacion.

Y ya no tengo nada más que añadir, si no es despedirme de todos con un adiós cordialísimo, tanto de los que participen de mis puntos de vista como de aquellos que no los participen, tanto de los que lean el libro íntegro como de aquellos que se contenten con el prólogo.

Con todos mis respetos,

Vigilius Haufniensis

Copenhague…

La Llave de Plata. 

La Llave de Plata
(The Silver Key – 1926)

H.P. Lovecraft


Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de los sueños.

Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos. Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo.

Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta más allá de las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna, hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil. Había leído mucho acerca de cosas reales, y había hablado con demasiada gente. Los filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.

Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían explicado el funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones crepusculares donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e inextinguible delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación física.

De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados. Admitió, cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador dispéptico de la vida real, es más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.

De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos. De este modo, se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y privado de cualquier tipo de autenticidad. En los primeros días de esta servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial por combatir los terrores de lo desconocido.

A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su propia ciencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de pura fantasía. Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto, sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos. No veían que el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros padres; y que sus características, aun las más sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura. En cambio, negaban todas estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio; aunque, eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo que en realidad no era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la licencia y de la anarquía. Carter apenas gozaba de estas modernas libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión de que la vida tiene un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y su impersonal amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un momento es la ruina del siguiente.

La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños; pero este consuelo ha sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real. arrojó de sí los secretos de la infancia. En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la edad y su sentido del ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le impidió apartarse de los senderos propios de su raza y condición. Caminaba impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los países etéreos que ya no podía encontrar. Viajar era sólo una burla; ni siquiera la Guerra Mundial le conmovió gran cosa, aunque participó en ella desde el principio en la Legión Extranjera de Francia. Durante cierto tiempo trató de buscar amigos, pero no tardó en darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y monótonos, y demasiado apegados a las cosas terrenales. Se alegraba vagamente de no tener trato con sus familiares, porque ninguno le habría sabido comprender, excepto, quizá, su abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía tiempo que ambos habían muerto. Entonces comenzó a escribir libros de nuevo, cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero tampoco encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus pensamientos eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como antes. Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales que su imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil marchitaba las flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines…

Un fragmento de un gran cuento. No pensé que me fuera a sentir tan identificado. Es mi vida y mi sentir.